Otelo – William Shakespeare
ESCENA PRIMERA.
Una calle en Venecia
RODRIGO y YAGO.
RODRIGO.
No vuelvas á tocar esa cuestión, Yago: mucho me pesa que
estés tan enterado de eso tú á quien confié mi bolsa, como si
fuera tuya.
YAGO.
¿Por qué no me oís? Si alguna vez me ha pasado tal pensamiento
por la cabeza, castigadme como os plazca.
RODRIGO.
¿No me dijiste que le aborrecías?
YAGO.
Y podéis creerlo. Más de tres personajes de esta ciudad le
pidieron con la gorra en la mano que me hiciese teniente suyo. Yo
sé si valgo como soldado y si sabría cumplir con mi obligación. Pero
él, orgulloso y testarudo se envuelve en mil retóricas hinchadas y
bélicas metáforas, y acaba por decirles que no, fundado en que ya
tiene su hombre. ¿Y quién es él? Un tal Miguel Casio, florentino,
gran matemático, lindo y condenado como una mujer hermosa.
Nunca ha visto un campo de batalla, y entiende tanto de guerra
como una vieja. No sabe más que la teoría, lo mismo que cualquier
togado. Habilidad y práctica ninguna. Á ese ha preferido, y yo que
delante de Otelo derramé tantas veces mi sangre en Chipre, en
Rodas y en otras mil tierras de cristianos y de gentiles, le he
parecido inferior á ese necio sacacuentas. Él será el teniente del
moro, y yo su alférez.
RODRIGO.
¡Ira de Dios! Yo mejor seria su verdugo.
YAGO.
Cosa inevitable. En la milicia se asciende por favor y no por
antigüedad. Decidme ahora si hago bien ó mal en aborrecer al moro.
RODRIGO.
Pues entonces, ¿por qué no dejas su servicio?
YAGO.
Sosiégate: le sigo por mi interés. No todos podemos mandar, ni se
encuentran siempre fieles criados. A muchos verás satisfechos con
su condición servil, bestias de carga de sus amos, á quienes
agradecen la pitanza, aunque en su vejez los arrojen á la calle. ¡Qué
lástima de palos! Otros hay que con máscara de sumisión y
obediencia atienden sólo á su utilidad, y viven y engordan á costa de
sus amos, y llegan á ser personas de cuenta. Éstos aciertan, y de
éstos soy yo. Porque habéis de saber, Rodrigo, que si yo fuera el
moro, no seria Yago, pero siéndolo, tengo que servirle, para mejor
servicio mío. Bien lo sabe Dios: si le sirvo no es por agradecimiento
ni por cariño ni obligación, sino por ir derecho á mi propósito. Si
alguna vez mis acciones dieran indicio de los ocultos pensamientos
de mi alma, colgarla de la manga mi corazón para pasto de grajos.
No soy lo que parezco.
RODRIGO.
¡Qué fortuna tendría el de los labios gruesos, si consiguiera lo que
desea!
YAGO.
Vete detrás del padre: cuenta el caso por las plazas: amotina á
todos los parientes, y aunque habite en delicioso clima, hiere tú sin
cesar sus oídos con moscas que le puncen y atormenten: de tal
modo que su misma felicidad llegue á él tan mezclada con el dolor,
que pierda mucho de su eficacia.
RODRIGO.
Hemos llegado á su casa. Le llamaré.
YAGO.
Llámale á gritos y con expresiones de angustia y furor, como si de
noche hubiese comenzado á arder la ciudad.
RODRIGO.
¡Levantaos, señor Brabancio!
YAGO.
¡Levantaos, Brabancio! ¡Que los ladrones se llevan vuestra
riqueza y vuestra hija! ¡Al ladrón, al ladrón!
(Aparece Brabancio en la ventana.)
BRABANCIO.
¿Qué ruido es ese? ¿Qué pasa?
RODRIGO.
¿Teníais en casa toda la familia?
YAGO.
¿Estaban cerradas todas las puertas?
BRABANCIO.
¿Por qué esas preguntas?
YAGO.
Porque os han robado. Vestíos presto, por Dios vivo. Ahora mismo
está solazándose con vuestra blanca cordera un macho negro y feo.
Pedid ayuda á los ciudadanos, ó si no, os vais á encontrar con
nietos por arte del diablo. Salid.
BRABANCIO.
¿Te has vuelto loco?
RODRIGO.
¿No me conocéis, señor?
BRABANCIO.
No te conozco. ¿Quién sois?
RODRIGO.
Soy Rodrigo, señor.
BRABANCIO.
Pues lo siento mucho. Ya te he dicho que no pasees la calle á mi
hija, porque no ha de ser esposa tuya, y ahora sales de la taberna
medio borracho, á interrumpir mi sueño con gritos é impertinencias.
RODRIGO.
¡Señor, señor!
BRABANCIO.
Pero has de saber que mi condición y mi nobleza me dan fáciles
medios de vengarme de ti.
RODRIGO.
Calma, señor.
BRABANCIO.
(Brabancio se quita de la ventana.)
¿Qué decías de robos? ¿Estamos en despoblado o en Venecia?
RODRIGO.
Respetable señor Brabancio, la intención que à vos me trae es
buena y loable.
YAGO.
Vos, señor Brabancio, sois de aquellos que no obedecerían al
diablo aunque él les mandase amar a Dios. ¿Así nos agradecéis el
favor que os hacemos? ¿O será mejor que del cruce de vuestra hija
con ese cruel berberisco salgan potros que os arrullen con sus
relinchos?
BRABANCIO.
¿Quién eres tú que tales insolencias ensartas? Eres un truhan.
YAGO.
Y vos… un consejero.
BRABANCIO.
Caro te ha de costar, Rodrigo.
RODRIGO.
Como queráis. Sólo os preguntaré si consentisteis que vuestra
hija, á hora desusada de la noche, y sin más compañía que la de un
miserable gondolero, fuera á entregarse á ese moro soez. Si fue con
noticia y con- sentimiento vuestro , confieso que os hemos ofendido,
pero si fue sin saberlo vos, ahora nos reñís injusta- mente. ¿Cómo
había de faltaros al respeto yo, que al fin soy noble y caballero ?
Insisto en que vuestra hija os ha hecho muy torpe engaño, á no ser
que la hayáis dado licencia para juntar su hermosura, su linaje y sus
tesoros con los de ese infame aventurero, cuyo origen se ignora.
Vedlo : averiguadlo; y si por casualidad la encontráis en su cuarto o
en otra parte de la casa, podéis castigarme como calumniador,
conforme lo mandan las leyes.
BRABANCIO.
¡Dadme una luz! Despierten mis criados. Sueño parece lo que
me pasa. El recelo basta para matarme. ¡Luz, luz!
YAGO.
Me voy. No me conviene ser
testigo contra el moro. A pesar de este escándalo, no puede la
Republica destituirle sin grave peligro de que la isla de Chipre se
pierda. Nadie más que él puede salvarla, ni á peso de oro se
encontraría otro hombre igual. Por eso, aunque le odio más que al
(Se va.)
(Se van.)
mismo Lucifer, debo fingirme sumiso y cariñoso con él y aparentar
lo que no siento. Los que vayan en persecución suya, le alcanzarán
de seguro en el Sagitario. Yo estaré con él. Adiós.
Salen Brabancio y sus servidores con antorchas.
BRABANCIO.
Cierta es mi desgracia. Ha huido mi hija. Lo que me resta de vida
será una cadena de desdichas. Respóndeme, Rodrigo. ¿Dónde
viste á mi niña? ¿La viste con el moro? Respóndeme. ¡Ay de mi!
¿La conociste bien? ¿Quién es el burlador? ¿Te habló algo? ¡Luces,
luces! ¡Levántense todos mis parientes y familiares! ¿Estarán ya
casados? ¿Qué piensas tú?
RODRIGO.
Creo que lo estarán.
BRABANCIO.
¿Y cómo habrá podido escaparse? ¡Qué traición más negra!
¿Qué padre podrá desde hoy en adelante tener confianza en sus
hijas, aunque parezcan honestas? Sóbranle al demonio encantos y
brujerías con que triunfar de su recato. Rodrigo, ¿no has visto en
libros algo de esto?
RODRIGO.
Algo he leído.
BRABANCIO.
Despertad á mi hermano. ¡Ojalá que la hubiera yo casado con
vos! Corred en persecución suya, unos por un lado, otros por otro.
¿Dónde podríamos encontrarla á ella y al moro?
RODRIGO.
Yo los encontraré fácilmente, si me dais gente de bríos que me
acompañe.
BRABANCIO.
Id delante. Llamaremos todas las puertas, y si alguien se resiste,
autoridad tengo para hacer abrir. Armas, y llamad á la ronda.
Sígueme, Rodrigo: yo premiaré tu buen celo. (se van)
ESCENA II
Otra calle
OTELO, YAGO y criados con teas encendidas.
YAGO.
En la guerra he matado sin escrúpulo á muchos, pero tengo por
pecado grave el matar a nadie de caso pensado. Soy demasiado
bueno, más de lo que convendría á mis intereses. Ocho o diez
veces anduve à punto de traspasarle de una estocada.
OTELO.
Prefiero que no lo hayas hecho.
YAGO.
Pues yo lo siento, porque anduvo tan provocativo y tales
insolencias dijo contra ti, que yo que soy tan poco sufrido, apenas
pude irme a la mano. Pero dime, ¿os habéis casado ya? El senador
Brabancio es hombre de mucha autoridad y tiene más partido que el
mismo Dux. Pedirá el divorcio, invocará las leyes, y si no consigue
su propósito, os inquietará de mil modos.
OTELO.
Por mucho que él imagine, más han de poder los servicios que
tengo hechos al Senado. Todavía no he dicho a nadie, pero lo diré
ahora que la alabanza puede honrarme, que desciendo de reyes, y
que merezco la dicha que he alcanzado. A fe mía, Yago, que si no
fuera por mi amor á Desdémona, no me hubiera yo sometido, siendo
de tan soberbia condición, al servicio de la República, aunque me
dieran todo el oro de la otra parte de los mares. Pero ¿qué
antorchas veo allí?
YAGO.
Son el padre y los parientes de Desdémona, que vienen furiosos
contra ti. Retírate.
OTELO.
No, aquí me encontrarán, para que mi valor, mi nobleza y mi alma
den testimonio de quién soy. ¿Llegan?
YAGO.
Me parece que no, por vida mía.
Salen Casio, y soldados con antorchas.
OTELO.
Es mi teniente con algunos criados del Dux. Buenas noches,
amigos míos. ¿Qué novedades traéis?
(Se va.)
(Sale Otelo.)
CASIO.
General, el Dux me envía á que os salude, y desea veros en
seguida.
OTELO.
Pues ¿qué sucede?
CASIO.
Deben de ser noticias de Chipre. Es urgente el peligro. Esta
noche han llegado uno tras otro, doce mensajeros de las galeras, y
el Dux y muchos consejeros están secretamente reunidos, a pesar
de ser tan avanzada la hora. Os llaman con mucha prisa: no os han
encontrado en vuestra posada, y á mi me han enviado más de una
vez en busca vuestra.
OTELO.
Y gracias a Dios que me encontrasteis. Voy a dar un recado en mi
casa, y vuelvo inmediatamente.
CASIO.
¿Cómo aquí, alférez Yago?
YAGO.
Calculo que esta noche he alcanzado buena presa.
CASIO.
No lo entiendo.
YAGO.
El moro se ha casado.
CASIO.
¿Y con quién?
YAGO.
Con… ¿En marcha, capitán?
OTELO.
Andando.
CASIO.
Mucha gente viene buscándoos.
YAGO.
Son los de Brabancio. Cuidado, general, que no traen buenas
intenciones. (Salen Brabancio, Rodrigo y alguaciles con armas y
teas encendidas.)
OTELO.
Deteneos.
RODRIGO.
Aquí está Otelo, señor.
BRABANCIO.
¡Ladrón de mi honra! ¡matadle! (Trábase la pelea.)
YAGO.
Ea, caballero Rodrigo: aquí, à pie firme, os espero.
OTELO,
Envainad esos aceros vírgenes, porque el rocio de la noche
podría violarlos. Venerable anciano, vuestros años me vencen más
que vuestra espada.
BRABANCIO.
¡Infame ladrón! ¿Dónde tienes á mi hija? ¿Con qué hechizos le
has perturbado el juicio? Porque si no la hubieras hechizado con
artes diabólicas, como seria posible que una niña tan hermosa y tan
querida y tan sosegada, que ha despreciado los más ventajosos
casamientos de la ciudad, hubiera abandonado la casa de su padre,
atropellando mis canas y su honra, y siendo ludibrio universal, para
ir a entregarse à un asqueroso monstruo como tú, afrenta del linaje
humano, y cuya vista no produce deleite sino horror? ¡Que digan
cuantos tengan recto juicio si aquí no han intervenido malas artes y
engaño del demonio, por virtud de brebajes ó de drogas que
trastornan el seso, y encadenan el libre albedrío! Yo he de ponerlo
todo en claro. Y entre tanto aquí te prendo y te acuso criminalmente
como embaidor y hechicero, que profesa ciencias malas y
reprobadas. Prendedle, y si se resiste , matadle.
OTELO.
Deteneos, amigos y adversarios. Yo sé cuál es mi obligación
cuando se trata de pelear. Ahora debo responder en juicio. Dime en
dónde.
BRABANCIO.
Por de pronto irás un calabozo, hasta que la ley te llame á
comparecer ante el tribunal.
OTELO.
¿Y crees que el Dux te lo agradecerá ? Mira : todos éstos han
venido de su parte, llamándome á comparecer ante él para un gran
negocio de Estado.
BRABANCIO.
¿Llamarte el Dux á consejo? ¿Y a media noche? ¿Para qué?
Prendedle: que el Dux y el Consejo han de sentir esta afrenta mía
como propia suya. Porque si tales crímenes hubieran de quedar
impunes, valdría
mas que rigieran la República viles siervos ó paganos.
ESCENA III
Sala del consejo
El DUX y los SENADORES sentados á una mesa.
DUX.
Estas noticias entre sí no tienen relación.
SENADOR I.°
En verdad que no concuerdan, porque según las cartas que yo he
recibido, las galeras son 107.
DUX.
Pues aquí dice que 137.
SENADOR .°
Y esta que yo tengo asegura que llegan a 200. Pero aunque en el
número no convengan (y en tales ocasiones bien fácil es
equivocarse), lo cierto y averiguado es que una armada turca
navega hacia Chipre.
DUX.
Esto es lo principal y lo indudable, y esta es bastante causa para
nuestros temores.
UN MARINERO.
(Dentro.) Ah del Senado!
OFICIAL I.°
Trae noticias de la armada. (Sale el marinero.)
DUX.
¿Qué sucede?
MARINERO.
El capitán me envía a deciros que los turcos navegan hacia
Rodas.
DUX.
¿Qué pensáis de esta novedad?
SENADOR I°.
No la creo: es algún ardid para engañarnos. No sólo Chipre es
para el turco conquista más importante que la de Rodas, sino más
fácil, por estar enteramente desguarnecida, y ser menos fuerte por
naturaleza. Y no hemos de creer tan necio al turco, que deje lo
cierto por lo dudoso, empeñándose en una empresa estéril y de
dudoso resultado.
DUX.
Para mi es seguro que no piensa en atacar á Rodas.
OFICIAL.
Ahora llegan otras noticias. (Entra el marinero 2º)
MARINERO.
Ilustrísimo Senado, el turco se ha reforzado en Rodas con buen
número de naves.
SENADOR I°.
Lo sospeché. ¿Sabes cuántas?
MARINERO.
Treinta. Y ahora navega de retorno hacia Chipre, con propósito
manifiesto de atacarla. Esto me manda á deciros con todo respeto
vuestro fiel servidor Montano.
DUX.
No hay duda que atacarán a Chipre. ¿Está allí Marcos Luchesi?
SENADOR I°.
Está en Florencia.
DUX.
Escribidle de mi parte que vuelva en seguida.
SENADOR I.°
Aquí llegan Brabancio y el moro.
(Salen Brabancio, Otelo, Yago, Rodrigo, Alguaciles, etc.)
DUX.
Esforzado Otelo, necesario es que sin dilación salgáis a combatir
al turco. (A Brabancio.) Señor, bien venido seáis: no os vi al entrar.
¡Lástima que esta noche nos hayan faltado vuestra ayuda y consejo!
BRABANCIO.
Más me ha faltado á mi el vuestro. Perdón, señor. No me he
levantado tan à deshora por tener yo noticia de este peligro, ni ahora
me conmueven las calamidades públicas, porque mi dolor particular,
como despeñado torrente, lleva delante de sí y devora cuantos
pesares se le atraviesan en el camino.
DUX.
¿Qué ha acontecido?
BRABANCIO.
¡Ay hija mía, desdichada hija mía!
DUX Y SENADORES.
¿Ha muerto?
BRABANCIO.
Peor aún. Para mí como si hubiese muerto. La han sacado de mi
casa, le han trastornado el seso con bebedizos de charlatanes,
porque sin arte diabólica ¿Cómo ella, que no está loca ni ciega,
había de caer en tal desvarío?
DUX.
Sea quien fuere el autor de vuestra afrenta, el que ha privado de
la razón á vuestra hija y la ha arrancado de vuestra casa, vos mismo
aplicareis con inflexible rigor la sangrienta ley, aunque recaiga en mi
propio hijo.
BRABANCIO.
Gracias, señor. Quien la robó es el moro.
DUX Y SENADORES.
¡Lástima grande!
DUX.
¿Qué contestáis, Otelo? ¿Qué podéis decir en propia defensa?
BRABANCIO.
¿Qué ha de decir, sino confesar la verdad?
OTELO.
Generoso é ilustre Senado, dueños y señores míos, confieso que
he robado á la hija de este anciano, y que me he casado con ella,
pero ese es todo mi delito. Mi lenguaje es tosco: la vida del campo
no me ha dejado aprender palabras suaves, porque desde que
apenas contaba yo seis años y mis brazos iban cobrando vigor, los
he empleado en las lides, y por eso sé menos del mundo que de las
armas. Mala será, pues, mi defensa, y poco ha de aprovecharme;
con todo eso, si me otorgáis, venía, os contaré breve y
sencillamente como llegue al término de mi amor, y con qué filtros y
hechicerías logré vencer à la hija de Brabancio.
BRABANCIO.
¡Una niña tan tierna é inocente que de todo se ruborizaba! ¿Cómo
había de enamorarse de un monstruo feísimo como tú, que ni eres
de su edad, ni de su índole ni de su tierra? Es aberración contra
naturaleza suponer tal desvarío en una niña que es la misma
perfección. No: sólo con ayuda de Satanás puedes haber triunfado.
Por eso vuelvo á sostener que has alterado su sangre con yerbas ó
con veneno.
DUX.
No basta que lo creáis ni que lo sospechéis. Es necesario
probarlo, y las conjeturas no son pruebas.
SENADOR I.°
Dime, Otelo, ¿es cierto que la has seducido con algún engaño, ó
es que mutuamente os amabais?
OTELO.
Mandad á buscar á mi esposa, que está á bordo del Sagitario. Ella
sabrá defenderse y contestarle á su padre. Y si después de oírla me
condenáis, no sólo despojadme del mando que me habéis confiado,
sino condenadme á dura muerte.
DUX.
Que venga Desdémona.
OTELO.
Acompáñalos, alférez mío. (A Yago.) Tú sabes dónde está. Y
mientras llega, yo, tan sinceramente como á Dios me confieso, os
referiré de qué manera fue creciendo el amor de esa dama y el mío.
DUX.
Hablad, Otelo.
OTELO.
Era su padre muy amigo mío, y con frecuencia me convidaba,
gustando de oírme contar mi vida año por año: mis viajes, desastres,
peleas y aventuras. Todo se lo referí, cuanto me había sucedido
desde mis primeros años: naufragios y asaltos de mar y tierra, en
que á duras penas salve la vida: cómo fui vendido por esclavo:
cómo me rescaté, y como peregriné por desiertos, cavernas,
precipicios, y rocas que parecen levantarse a las nubes: le hable de
los antropófagos caribes que se devoran los unos á los otros, y de
aquellos pueblos que tienen la cabeza bajo los hombros.
Desdémona escuchaba con avidez mi relación, levantándose á
veces cuando la llamaban las faenas de la casa, pero volviendo á
sentarse en cuanto volvía, y devorando con los oídos mis palabras.
Yo lo advertí, y aprovechando una ocasión favorable, hice que un
dia estando á solas, me pidiese la entera relacion de mi vida. La
hice llorar, contándole las desgracias de mis primeros años, y con
lágrimas y sollozos premio mi narración, que llamaba lastimosa y
peregrina. Me dio mil gracias y acabó diciéndome que si algún día
era yo amigo de algún amante suyo, le enseñase á contar aquella
historia, porque era el modo más seguro de vencerla. Esto me dijo.
Ella me amó por mis trabajos, victorias y desdichas. Yo la amé por
su compasión, y no hubo más sortilegios. Aquí llega Desdémona
que puede dar testimonio de ello.
(Salen Desdémona y Yago.)
DUX.
Y pienso que aún mi hija se hubiera movido á compasión con tal
historia. Respetable Brabancio, consolaos y echadlo todo á buena
parte. Más vale en la lid espada vieja que mano desarmada.
BRABANCIO.
Oigámosla, señor, y si ella me confiesa que le tuvo algún cariño,
¡caiga sobre mí la maldición del cielo, si vuelvo á quejarme de ellos!
Ven acá, niña: entre todos los que están aquí congregados ¿á quién
debes obedecer más?
DESDÉMONA.
Padre mío, dos obligaciones contrarias tengo: vos me habéis dado
el ser y la crianza, y en agradecimiento á una y otra debo respetaros
y obedeceros como hija. Pero aquí veo á mi esposo, y creo que
debo preferirle, como mi madre os prefirió a su padre, y os obedeció
más que à él. El moro es mi esposo y mi señor.
BRABANCIO.
¡Dios sea en tu ayuda! Nada más puedo decir, señor; si queréis,
tratemos ahora de los negocios de la República. ¡Cuánto más vale
adoptar á un hijo extraño que tenerlos propios! Óyeme, Otelo: de
buena voluntad te doy todo lo que te negaría, si ya no lo tuvieras.
Desdémona, ¡Cuánto me alegro de no tener más hijos! Porque
después de tu fuga, yo los hubiera encarcelado y tratado como
tirano.
DUX.
Poco voy á decir, y quiero que mis palabras sirvan como de
escalera que hagan entrar en vuestra gracia á esos enamorados.
¿De qué sirven el llanto y las quejas cuando no hay esperanza?
Sólo de acrecentar el dolor. Pero el alma que se resigna con serena
firmeza, burla los embates de la suerte. Quien se ría del ladrón
podrá robarle, y al contrario el que llora es ladrón de sí mismo.
BRABANCIO.
No estemos ociosos, mientras que el turco nos arrebata á Chipre.
No estemos sosegados y con la risa en los labios. Poco le importa la
condenación ajena al que sale libre del tribunal, pero no así al
mísero reo que sólo tiene el recurso de conformarse con la
sentencia y el dolor. Siempre son oportunas vuestras sentencias,
pero de sentencias no pasan, por más que digan que las dulces
palabras curan el ánimo. Hablemos ya de los asuntos de la
República.
DUX.
Poderosa escuadra otomana va á atacar á Chipre. Vos, Otelo,
conocéis bien aquella isla, y aunque tenéis un teniente de toda
nuestra confianza, la opinión, dueña del éxito, os cree más idóneo
que á él. No os pese de interrumpir vuestra dicha de hoy con esta
nueva y peligrosa expedición.
OTELO.
Generoso Senado, la costumbre ha trocado para mí en lecho de
muelle pluma el silíceo y férreo tálamo de la guerra. Mi corazón está
dispuesto siempre al peligro. Ya ardo en deseos de encontrarme con
el turco. Humildemente os pido que prestéis á mi esposa, durante mi
ausencia, el acatamiento que á su rango se debe, con casa y
criados dignos de ella.
DUX.
Que viva en casa de su padre.
BRABANCIO.
De ninguna suerte.
OTELO.
No, en modo alguno.
DESDÉMONA.
Ni yo tampoco quiero turbar la tranquilidad de mi padre, estando
siempre delante de sus ojos. Oíd propicio, señor, lo que quiero
deciros, y concededme una sencilla petición.
DUX.
¿Cuál, Desdémona?
DESDÉMONA.
Que no quiero separarme del moro ni un punto solo: para eso me
rendí á el como el vasallo al monarca: no me enamoré de su rostro
sino de su valor y de sus hazañas: por eso le rendí mi alma y mi
vida. Si el va ahora á la guerra, y yo como polilla me quedo en la
paz, ¿de qué me ha servido este enlace? ¿Qué fruto cogeré de él
sino llorar en triste soledad su ausencia? Quiero acompañarle.
OTELO.
Concédaselo el ilustre Senado, y á fe mía que no lo deseo por
carnal apetito y brutal ardor (que ya se va apagando el de mi sangre
africana), sino por corresponder á su generoso amor. Y no temáis
que por ella olvide el alto empeño que me fiais. No ¡vive Dios! Y si
alguna vez la torpe lujuria amortigua ó entorpece mis sentidos, ó
roba vigor á mi brazo, consentiré que las viejas truequen mi yelmo
en olla ó marmita, y que caiga sobre mi nombre la niebla de
oscuridad.
DUX.
Conviene que resolváis pronto si ella le ha de acompañar ó no.
SENADOR I.°
Debéis salir esta misma noche.
OTELO.
Iré gustoso.
EL DUX.
Nos reuniremos á las nueve. Un oficial que para esto dejéis os
enviará los despachos y las insignias de vuestra dignidad, Otelo.
OTELO.
Si queréis, puede quedarse mi alférez, cuya probidad tengo
experimentada. Él podrá acompañar á mi mujer, si consentís en ello.
DUX.
Así será. Buenas noches. Oídme una palabra, Brabancio: si la
virtud es el mejor adorno, no hay duda que vuestro yerno es
hermoso.
SENADOR I.º
Moro, amad mucho á Desdémona.
BRABANCIO.
Moro, guárdala bien, porque engaño á su padre, y puede
engañarte á ti.
(Vanse todos menos Otelo, Yago y Desdémona.)
OTELO.
¡Con mi vida respondo de su fidelidad! Yago, te confió a
Desdémona: tu mujer puede acompañarla. Llévala pronto á Chipre.
Ven, hermosa mía: sólo una hora nos queda para coloquios de
amor. El tiempo urge, y es preciso conformarse al tiempo.
(Vanse Desdémona y Otelo.)
RODRIGO.
Yago.
YAGO.
¿Qué dices, noble caballero?
RODRIGO,
¿Y qué imaginas tú que haré?
YAGO.
Acostarte y reposar.
RODRIGO.
Voy a echarme de cabeza al agua.
YAGO.
Si haces tal locura, no seremos amigos. ¡Vaya un mentecato!
RODRIGO.
La locura es la vida cuando la vida es dolor, y la mejor medicina
de un ánimo enfermo es la muerte.
YAGO.
¡Qué desvarío! Conozco bien el mundo, y todavía no sé de un
hombre que se ame de veras a sí mismo. Antes que ahogarme por
una mujer, me convertiría en mono.
RODRIGO.
¿Y qué he de hacer? Me avergüenzo de estar enamorado, pero
¿Cómo remediarlo?
YAGO.
¿Pues no has de remediarlo? La voluntad es el hortelano de la
vida, y puede criar en ella ortigas y cardos, ó hisopos y tomillo: una
sola yerba ó muchas: enriquecer la tierra ó empobrecerla: tenerla de
barbecho ó abonarla. Para eso es la prudencia, el seso y el libre
albedrio. Si en la balanza de la humana naturaleza, el platillo de la
razón no contrapesara al de los sentidos, nos llevaría el apetito á
cometer mil aberraciones. Pero por dicha tenemos la luz de la mente
que doma esa sensualidad, de la cual me parece que no es más
que una rama lo que llamáis amor.
RODRIGO.
No lo creo.
YAGO.
Hervor de sangre, y flaqueza de voluntad. Muéstrate hombre. No
te ahogues en poca agua. Siempre he sido amigo tuyo, y estoy
ligado á ti por invencible afecto. Ahora puedo servirte como nunca.
Toma dinero: síguenos á la guerra, disfrazado y con barba postiza.
Toma dinero. ¿Piensas tú que á Desdémona le ha de durar mucho
su amor por el moro? Toma dinero. ¿Qué ha de durar? No ves que
el fin ha de ser tan violento como el principio? Toma dinero. Los
moros son versátiles é inconstantes. Dinero, mucho dinero. Pronto
le amargará el dulzor de ahora. Ella es joven y ha de cansarse de él,
y caer en infidelidad y mudanza. Toma dinero. Y si te empeñas en
irte al infierno, vete de un modo algo más dulce que ahogándote.
Recoge todo el dinero que puedas. Tú la lograrás, si es que mis
artes y el poder del infierno no bastan á triunfar de la bendición de
un clérigo, y de un juramento de amor prestado á un salvaje
vagabundo por una discretísima veneciana. Toma dinero, mucho
dinero. No te ahogues, ni te vuelvas loco. Más vale que te ahorquen
después que la hayas poseído, que no ahogarte antes.
RODRIGO.
¿Me prometes ayudarme, si me arrojo á tal empresa?
YAGO.
No lo dudes. Pero toma dinero. Te repetiré lo que mil veces te he
dicho. Aborrezco de muerte al moro: yo sé por qué, y la razón es
poderosa. Tú no le aborreces menos. Conjurémonos los dos para
vengarnos. Tú tendrás el deleite, yo la risa. Muchas cosas andan
envueltas en el seno del porvenir. Vete, y toma dinero y disfrázate.
Mañana volveremos á hablar. Pásalo bien.
RODRIGO.
¿Dónde nos veremos?
YAGO.
En mi posada.
RODRIGO.
Iré temprano.
YAGO.
Así sea. ¿Rodrigo?
RODRIGO.
¿Tienes más que decirme?
YAGO.
No te ahogues. ¿Eh?
RODRIGO.
Ya no pienso en eso: voy a convertir en dinero todo lo que poseo.
YAGO.
Hazlo así, y mucho dinero, mucho dinero en el bolsillo. (Se va
Rodrigo.) Este necio será mi tesorero. Bien poco me había de servir
mi experiencia del mundo si yo fuera á perder más tiempo con él.
Pero aborrezco al moro, porque se susurra que enamoro á mi mujer.
No sé si es verdad, pero tengo sospechas, y me bastan como si
fueran verdad averiguada. Él me estima mucho: así podré engañarle
mejor. Casio es apuesto mancebo. i Qué bien me: valdría su
empleo! Así mataría dos pájaros á la vez. ¿Qué haré? Yo he de
pensarlo despacio. Dejaré correr algún tiempo, y luego me insinuaré
en el ánimo de Otelo, haciéndole entender que es muy sospechosa
la amistad de Casio con su mujer. Las apariencias suyas, son
propias para seducir á las hembras. Por otra parte, el moro es
hombre sencillo y crédulo: á todos cree buenos, y se dejará llevar
del ronzal como un asno. ¡Ya he encontrado el medio! ¡Ya voy
engendrando mi plan! ¡El infierno le dará luz para salir!