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Acto II

Otelo – William Shakespeare
ESCENA PRIMERA.
Un puerto de Chipre.

Salen MONTANO y dos CABALLEROS.
MONTANO.
¿Qué se descubre en alta mar?
CABALLERO I.°
Nada distingo, porque la tormenta crece, y confundidos mar y
cielo no dejan ver ni una sola nave.
MONTANO.
Paréceme que el viento anda muy desatado en tierra: nunca he
visto en nuestra isla temporal tan horrendo. Si es lo mismo en alta
mar, qué quilla, por fuerte que sea, habrá podido resistir al empuje
de esos montes de olas? ¿Qué resultará de aquí?
CABALLERO 1.°
Sin duda el naufragio de la armada de los turcos. Pero
acerquémonos á la orilla, y ved como las espumosas olas quieren
asaltar las nubes, y como arrojan su rugidora, ingente y líquida
cabellera sobre la ardiente Osa, como queriendo apagar el brillo de
las estrellas del polo inmóvil. Nunca he visto tal tormenta en el mar.
MONTANO.
Es seguro que la armada turca ha perecido, á menos que se haya
refugiado en algún puerto ó ensenada. Imposible parece que resista
á tan brava tempestad. (Sale otro caballero.)
CABALLERO 3.°
(Sale Casio.)
Albricias, amigos míos. Acabó la guerra. La tormenta ha
dispersado las naves turcas. Una de Venecia, que ahora llega, ha
visto naufragar la mayor parte de los barcos, y á los restantes con
graves averías.
MONTANO.
¿Dices verdad?
CABALLERO 3.°
Ahora acaba de entrar en el puerto la nave, que es Veronesa. De
ella ha desembarcado Miguel Casio, teniente de Otelo, el esforzado
moro, quien arribará de un momento á otro, y trae toda potestad del
gobierno de Venecia.
MONTANO.
Mucho me complace la elección de tan buen gobernador.
CABALLERO 3.°
Pero Casio, aunque se alegra del descalabro de los turcos, está
inquieto y hace mil votos por que llegue salvo el moro, á quien una
tempestad separó de él.
MONTANO.
Ojalá se salve. Yo he peleado cerca de él, y es bravo capitán.
Vamos a la playa, á ver si Otelo llega, o se descubre en el mar su
nave, aunque sea en el límite donde el azul del cielo se confunde
con el del mar.
CABALLERO 3.°
No nos detengamos: puede estar ahí dentro de un instante.
CASIO.
Valerosos isleños, gracias por el amor que mostráis al moro.
Ayúdele el cielo contra la furia de los elementos, que me separaron
de él en lo más recio de la borrasca.
MONTANO.
¿Es fuerte su navío?
CASIO.
Y bien carenado, y lleva un piloto de larga ciencia y experiencia.
Por eso no pierdo aún toda esperanza.
(Suenan dentro voces: «vela, vela.») (Sale otro caballero.)
CASIO.
¿Qué ruido es ese?
CABALLERO 2.°
El pueblo se agolpa á la playa, gritando «una vela.»
CASIO.
El alma me está diciendo que es la de Otelo. (Se oye el disparo
de un cañón.)
CABALLERO 2.°
¿Oís el cañón? Es gente amiga.
CASIO.
Preguntad quién ha llegado.
CABALLERO 2.°
No tardaré. (Vase.)
MONTANO.
Decid, señor Casio: ¿el gobernador es casado?
CASIO.
É hizo una gran boda, porque su dama es de tal perfección y
hermosura que ni pluma ni lengua humana pueden describirla, y
vence todos los primores del arte la realidad de sus encantos. (Sale
el caballero su nave toque pronto la bendecida orilla, y él torne amante á los
brazos de su hermosa Desdémona, inflame el valor de nuestros
pechos y asegure la tranquilidad de Chipre! (Salen Desdémona,
Emilia, Yago, Rodrigo y acompañamiento.) ¡Vedla! Ahí está. La nave
ha echado á tierra su tesoro. ¡Ciudadanos de Chipre, doblad la
rodilla ante ella! Bien venida seáis, señora. La celeste sonrisa os
acompañe y guie por doquiera.
DESDÉMONA.
Gracias, amigo Casio. ¿Qué sabéis de mi marido?
CASIO.
Todavía no ha llegado, pero puedo deciros que está bueno y que
no tardará.
DESDÉMONA.
Mi temor es que… ¿Por qué no vinisteis juntos?
CASIO.
Nos separamos en la tremenda porfía del cielo y del mar. (Voces
de «una vela, una vela». Cañonazos.) ¿Oís? Una vela se divisa.
CABALLERO 2.º
Han hecho el saludo á la playa. Gente amiga son.
CASIO.
Veamos qué novedades hay. Salud, alférez, y vos, señora (á
Emilia). (La besa). No os enojéis, señor Yago, por esta libertad, que
no es más que cortesía.
YAGO.
Bien os portaríais si con los labios os deleitase tanto como á mí
con la lengua.
DESDÉMONA.
¡Pero si nunca habla!
YAGO.
A veces más de lo justo, sobre todo cuando tengo sueño. Sin
duda, delante de vos se reporta, y riñe sólo con el pensamiento.
EMILIA.
¿Y puedes quejarte de mí?
YAGO.
Eres tan buena como las demás mujeres. Sonajas en el estrado,
gatas en la cocina, santas cuando ofendéis, demonios cuando estáis
agraviadas, perezosas en todo menos en la cama.
EMILIA.
¡Deslenguado!
YAGO.
Verdades digo. Y todavía la cama os parece estrecha.
EMILIA.
¡Buen panegírico harías de mi!
YAGO.
Más vale no hacerle.
DESDÉMONA.
Y si tuvieras que hacer el mío, ¿Qué dirías?
YAGO.
No me desafiéis, señora, porque no acierto á decir nada sin punta
de sátira.
DESDÉMONA.
Hagamos la prueba. ¿Fue alguien al puerto?
YAGO.
Sí, señora.
DESDÉMONA.
Mi aparente alegría oculta honda tristeza. ¿Qué dirías de mí, si
tuvieras que alabarme?
YAGO.
Por más vueltas que doy al magín, con nada atino. Parece que mi
ingenio se me escapa como liga de frisa. He aquí por fin el parto de
mi musa. «Si es blanca y rubia, su hermosura engendrará placer de
que ella sabiamente participe.»
DESDÉMONA.
No dices mal. ¿Y si es morena y discreta?
YAGO.
Si es discreta y morena, puede estar segura de hechizar á algún
blanco.
DESDÉMONA.
¡Mal, mal!
EMILIA.
¿Y si es necia y hermosa?
YAGO.
Nunca la hermosa fue necia, porque no hay ninguna tan necia que
no llegue á casarse.
DESDÉMONA.
Chistes de mal gusto, frías agudezas de taberna. ¿Qué elogio
podrás hacer de la que es necia y fea?
YAGO.
«Ninguna hay tan necia ni tan fea que al cabo no logre ser
amada.»
DESDÉMONA.
¡Oh ignorante! El mayor elogio para quien menos lo merece. ¿Y
qué podrás decir de la mujer virtuosa? en quien no puede clavar el
diente la malicia misma.
YAGO.
«La hermosa, que jamás cae en pecado de vanidad, la que no
habla palabras ociosas, la que, siendo rica, no hace ostentación de
lujosas galas, la que nunca pasa de la ocasión al deseo, la que no
se venga del agravio, aunque la venganza sea fácil, la que nunca
equivoca la cabeza del salmón con la cola, la que hace todas las
cosas con maduro seso y no por ciego capricho, la que no mira
atrás aunque la sigan, tal mujer como esta, si pudiera hallarse, seria
muy apetecible.»
DESDÉMONA.
¿Y para qué la querrías?
YAGO.
Para criar necios y hacer su labor.
DESDÉMONA.
Fría y mal entendida conclusión. No hagas caso de él, Emilia,
aunque sea tu marido, y tú, Casio, ¿Qué dices? ¿No te parece
deslenguado é insolente?
CASIO.
Peca de franco, señora mía, y es mejor soldado que hombre de
córte.
(Hablan entre sí Casio y Desdémona.)
YAGO.
(Aparte.) Ahora le coge de la mano: hablad, hablad quedo,
aunque la red es harto pequeña para coger tan gran pez como
Casio. Mírale de hito en hito: sonríete. Yo te cogeré en tus propias
redes. Bien, bien: así está bien. Si de esta manera pierdes tu oficio
de teniente, más te valiera no haber besado nunca esa mano. ¡Bien,
admirable beso! No te lleves los dedos á la boca. (Óyese una
trompeta.) El moro llega.
CASIO.
Él es.
DESDÉMONA.
Vamos á recibirle.
CASIO.
Viene por allí.
(Sale Otelo.)
OTELO.
¡Mi hermosa guerrera!
DESDÉMONA.
¡Otelo!
OTELO.
Tan grande es mi alegría como mi admiración de verte aquí antes
de lo que esperaba. Si la tempestad ha de producir luego esta
calma, soplen en hora buena los vendavales, levántense las olas y
alcen las naves hasta tocar las estrellas, ó las sepulten luego en los
abismos del infierno. ¡Qué grande seria mi dicha en morir ahora!
¡Tan rico estoy de felicidad, que dudo que mi suerte me reserve un
día tan feliz como éste!
DESDÉMONA.
¡Quiera Dios que crezcan nuestro amor y nuestra felicidad al paso
de los años!
OTELO.
¡Quiéralo Dios! Apenas puedo resistir lo intenso de mi alegría:
fáltanme palabras y el contento se desborda. ¡Oh, la menor armonía
que suene entre nosotros sea la de este beso! (La besa.)
YAGO.
(Aparte.) Todavía estáis en buen punto, pero yo trastornaré muy
pronto las llaves de esa armonía.
OTELO.
Vamos, amigos. Se acabó la guerra: los turcos van de vencida.
¿Qué tal, mis antiguos compañeros? Bien recibida serás en Chipre,
amada mía. Grande honra me hizo el Senado en enviarme aquí. No
sé lo que me digo, bien mío, porque estoy loco de placer. Vete á la
playa, amigo Yago, haz que saquen mis equipajes, y conduce al
castillo al piloto de la nave, que es hombre de valor y de
experiencia, y merece ser recompensado. Ven, Desdémona.
(Vanse.)
YAGO.
(A Rodrigo.) Espérame en el puerto. Pero oye antes una cosa, si
es que eres valiente (y dicen que el amor hace valientes hasta á los
cobardes). Esta noche el teniente estará de guardia en el patio del
castillo. Has de saber que Desdémona está ciegamente enamorada
de él.
RODRIGO.
¿Pero cómo?
YAGO.
Déjate guiar por mí. Tú recuerda con qué ardor se enamoró del
moro, sólo por haber oído sus bravatas. ¿Pero crees tú que eso
puede durar? Si tienes entendimiento ¿Cómo has de creerlo? Sus
ojos desean contemplar algo agradable, y ver á Otelo es como ver al
demonio. Además la sangre, después del placer, se enfría y necesita
alimento nuevo: alguna armonía de líneas y proporciones, alguna
semejanza de edad ó de costumbres. Nada de esto tiene el moro, y
por eso Desdémona se encontrará burlada: empezará por
fastidiarse y acabará por aborrecerle, y entonces la naturaleza, que
es la mejor maestra, le guiará á nueva elección. Y dando por
supuestas todas estas cosas llanas y naturales, ¿Quién está en más
favorable coyuntura que Casio? Él es listo y discreto: conciencia
ninguna: todo en él es hipocresía y simulada apariencia y falsa
cortesía, para lograr sus torpes antojos. Es un pícaro desalmado: no
dejará perder ninguna ocasión oportuna, y hasta sabe fingir favores
que no existen. Luego, es mozo y apuesto y posee cuantas
cualidades pueden llevar detrás de sí los ojos de una mujer. Yo veo
que ya piensa en ella.
RODRIGO.
Pues yo de ella no sospecho nada: me parece la virtud misma.
YAGO.
¡Buena virtud la de tus narices! Si poseyera esa virtud, ¿se
hubiera casado con el moro? ¡No está mala la virtud! ¿no has
reparado con qué cariño le estrechaba la mano?
RODRIGO.
Seria cortesía.
YAGO.
Seria lujuria: una especie de prólogo de sus livianos apetitos. Y
luego se besaron hasta confundirse los alientos. No dudes que se
aman, Rodrigo. Cuando se empieza con estas confianzas, el
término está muy cercano. Calla y déjate guiar: no olvides que yo te
hice salir de Venecia. Tú harás guardia esta noche, donde yo te
indique. Casio no te ha visto nunca. Yo me alejaré poco. Procura tú
mover á indignación a Casio con cualquier pretexto,
desobedeciendo sus órdenes, verbi gratia.
RODRIGO.
Así lo haré.
YAGO.
Tiene mal genio, y fácilmente se incomodará y te pondrá la mano
en el rostro; con tal ocasión le desafías, y esto me basta para que se
arme un tumulto entre los isleños, que llevan muy á mal el gobierno
de Casio. No pararemos hasta quitarle su empleo. Así allanas el
camino que puede conducirte á tu felicidad. Yo te ayudaré de mil
modos, pero antes hay que derribar el obstáculo mayor, y sin esto
no podemos hacer nada.
RODRIGO.
Haré todo lo que las circunstancias exijan.
YAGO.
Ten confianza en lo que te digo. Esperaré en el castillo, á donde
tengo que llevar los cofres del moro. Adiós.
RODRIGO.
Adiós. (Se va.)
YAGO.
Para mí es seguro que Casio está enamorado de ella, y parece
natural que ella le ame. Á pesar del odio que le tengo, no dejo de
conocer que es el moro hombre bueno, firme y tenaz en sus afectos,
y á la vez de apacible y serena condición, y creo que será buen
marido para Desdémona. Yo también la quiero, y no con torpe
intención (aunque quizá sea mayor mi pecado). La quiero por
instinto de venganza, porque tengo sospechas de que el antojadizo
mozo merodeó en otro tiempo por mi jardín. Y de tal manera me
conmueve y devora esta sospecha, que no quedaré contento hasta
verme vengado. Mujer por mujer: y si esto no consigo, trastornar el
seso del moro con celos matadores. Para eso, si no me sirve este
gozquecillo veneciano que estoy criando para que siga la pista, me
servirá Miguel Casio. Yo le acusaré ante el moro de amante de su
mujer. (Y mucho me temo que ni aun la mía está segura con Casio.)
Con esto lograré que Otelo me tenga por buen amigo suyo y me
agradezca y premie con liberal mano, por haberle hecho hacer papel
de bestia, enloqueciéndole y privándole de sosiego. Todavía mi
pensamiento vive confuso y entre sombras: que los pensamientos
ruines sólo en la ejecución se descubren del todo.

ESCENA II
Calle

Un PREGONERO, seguido de pueblo.
PREGONERO.
Manda nuestro general y gobernador Otelo que, sabida la
destrucción completa de la armada turca, todos la celebren y se
regocijen, bailando y encendiendo hogueras, ó con otra cualquier
muestra de alegría que bien les pareciere. Además hoy celebra sus
bodas. Este es el bando que me manda pregonar. Estará abierto el
castillo, y puede durar libremente la fiesta desde las cinco que ahora
son, hasta que suene la campana de las doce. Dios guarde á Chipre
y á Otelo.

ESCENA III
Sala del castillo

Salen OTELO, DESDÉMONA, CASIO y acompañamiento.
OTELO.
Miguel, amigo mío, quédate esta noche á guardar el castillo. No
olvidemos aquel prudente precepto de la moderación en la alegría.
CASIO.
Ya he dado mis órdenes á Yago. Con todo eso, tendré la vigilancia
necesaria.
OTELO.
Yago es hombre de bien. Buenas noches, Casio. Mañana
temprano te hablaré. Ven, amor mío (á Desdémona): después de
comprar un objeto entra el disfrutar de él. Todavía no hemos llegado
á la posesión, esposa mía. Buenas noches. (Vanse todos menos
Casio y Yago.)
CASIO.
Buenas noches, Yago. Es preciso hacer la guardia.
YAGO.
Aún tenemos una hora: no han dado las diez. El general nos ha
despedido tan pronto, por quedarse solo con Desdémona. Y no me
extraña: aún no la ha disfrutado, y por cierto que es digna del mismo
Jove.
CASIO.
Sí que es mujer bellísima.
YAGO.
Y tiene trazas de ser alegre y saltadora como un cabrito.
CASIO.
Me parece lozana y hermosa.
YAGO.
Tiene ojos muy provocativos. Parece que tocan á rebato.
CASIO.
Y á pesar de eso, su mirada es honesta.
YAGO.
¿Has oído su voz tan halagüeña que convida á amar?
CASIO.
Ciertamente que es perfectísima.
YAGO.
¡Benditas sean sus bodas! Ven, teniente mío: vaciemos un tonel
de vino de Chipre á la salud de Otelo. Allá fuera tengo dos amigos
que no dejarán de acompañarnos.
CASIO.
Mala noche para eso, Yago. Mi cabeza no resiste el vino. ¿Por
qué no se habrá inventado otra manera de pasar el rato?
YAGO.
Es broma entre amigos. Nada más que una copa. Lo demás lo
beberé yo por vos, si os empeñáis en decir que no.
CASIO.
Esta noche no he bebido más que un vaso de vino y ése aguado,
y así y todo ya siento los efectos. Mi debilidad es tan grande, que no
me atrevo á acrecentar el daño.
YAGO.
Cállate. Es noche de alegría. Darás gusto á los amigos.
CASIO.
¿Dónde están?
YAGO.
Ahí fuera. Les diré que entren, si queréis.
CASIO.
Díselo, pero á fe que no lo hago de buen grado.
(Se va.)
YAGO.
Con otra copa más que yo le haga beber, sobre la de esta tarde,
se alborotará más que un gozquecillo ladrador. Ese Rodrigo, que es
un necio, loco de amor, ha bebido esta noche largo y tendido á la
salud de Desdémona. Él hace la guardia y con él tres mancebos de
Chipre, nobles, pundonorosos y valientes, á quienes ya he exaltado
los cascos con largas libaciones. Veremos si Casio, mezclado con
esta tropa de borrachos, hace alguna locura, que le acarree
enemistades en la isla. Aquí viene. Si esto me sale bien,
adelantarán mucho mis proyectos. (Sale Casio con Montano y
criados con ánforas de vino.)
CASIO.
Por Dios vivo… ya siento el efecto.
MONTANO.
Pues si no ha sido nada: apenas una botella.
YAGO.
¡Ea! ¡Traed vino! (Canta.) ¡Sacudid, sacudid las copas: el soldado
es mortal, y debe beber sin término! ¡Más vino, amigos!
YAGO.
En Inglaterra la oí: tierra de grandes bebedores. Nada valen en
cotejo con ellos daneses, alemanes y flemáticos holandeses.
CASIO.
¿Bebe más el inglés?
YAGO.
Fácil le es poner debajo de la mesa al danés, y con poca fatiga al
alemán, y antes de apurar la última botella, al holandés.
CASIO.
Brindo por el general.
YAGO.
¡Oh, dulce Inglaterra! (Canta) «Hubo un rey, noble y caballero,
que se llamaba Esteban: las calzas le costaban un doblón, y se
enojaba de gastar tanto dinero, y llamaba al sastre ladrón. Si esto
hacia el que era tan gran monarca, ¿Qué has de hacer tú, pobre
pechero? ¡A cuántos perdió el subirse á mayores!» ¡Más vino!
CASIO.
Más me gusta esta canción que la primera.
(Se va.)
YAGO.
¿Queréis que la repita?
CASIO.
No, porque quien tales cosas canta merece perder su empleo. En
fin. Dios es poderoso, y unos se salvarán y otros se condenarán.
YAGO.
Bien dicho, teniente Casio
CASIO.
Sin agravio del gobernador, ni de ningún otro personaje, yo creo
que me salvaré.
YAGO.
Y yo también lo creo, mi teniente.
CASIO.
Pero permitidme que os diga que primero me he de salvar yo,
porque el teniente debe ir antes que el alférez. Basta. Cada cual á
su negocio… No creáis que estoy borracho, amigos míos. Ved: aquí
está mi alférez: esta es mi mano derecha, esta mi mano izquierda:
os aseguro que no estoy borracho. ¿No veis que hablo con
sustancia y concierto?
TODOS.
Habláis en todo seso.
CASIO.
¡Ya lo creo! En entera razón. No vayáis á creer que estoy
borracho.
MONTANO.
Vamos á la explanada á hacer la guardia.
YAGO.
¿Habéis visto á ese mancebo que acaba de irse? Digno es de
mandar al lado del mismo César. ¡Lástima que tenga ese vicio,
equinoccio de su virtud, porque la iguala! ¡Cuánto lo siento! ¡Pobre
isla de Chipre si cuando se la confiara Otelo, acertase Casio á
padecer este accidente!
MONTANO.
¿Suele embriagarse?
YAGO.
Todas las noches antes de acostarse. Tardaría más de 24 horas
en dormirse, si con la bebida no arrullara el sueño.
MONTANO.
(Se va Rodrigo.)
(Voces dentro.)
Bien haríamos en avisar al gobernador con tiempo. Puede que no
haya reparado en ello. Tal es la estimación que profesa á Casio,
cuyas buenas cualidades compensan sus defectos. ¿No es verdad?
(Sale Rodrigo.)
YAGO.
¿Qué hay de nuevo? Véte detrás de Casio: no te detengas.
MONTANO.
¡Lástima que el moro otorgue tanta
amistad y confianza á un hombre dominado por tan feo vicio!
Convendrá hablar á Otelo.
YAGO.
No he de ser yo quien le hable, porque quiero muy de veras á
Casio, y me alegraría de curarle. ¿Oyes el ruido?
(Sale Casio persiguiendo á Rodrigo.)
CASIO.
¡Infame, perverso!
MONTANO.
¿Qué sucede, mi teniente?
CASIO.
¿Tú enseñarme á mí? ¡Mil palos le he de dar, á fe de quien soy!
RODRIGO.
¡Tú apalearme!
CASIO.
¿Y todavía te atreves á replicar?
MONTANO.
Manos quedas, señor teniente.
CASIO.
Déjame, ó te señalo en la cara.
MONTANO.
Estais beodo.
CASIO.
¿Beodo yo?
YAGO.
(A Rodrigo.) Echa á correr gritando: «favor, alarma.» (Se va
Rodrigo.) Paz, señores. ¡Favor, favor! ¡orden! ¡Buena guardia está la
nuestra! (Oyese el tañido de una campana.) ¿Quién tocará la
campana? ¡Qué alboroto! ¡Válgame el cielo! Deteneos, señor
teniente. Camináis ciego á vuestra ruina.
(Sale Otelo con sus criados.)
OTELO.
¿Qué ha sucedido?
MONTANO.
Yo me voy en sangre. Me han herido de muerte.
OTELO.
¡Deteneos!
YAGO.
¡Deteneos, teniente Casio! ¡Montano, amigos míos! ¿Tan
olvidados estáis de vuestras obligaciones? ¿No veis que el general
os está dando sus órdenes?
OTELO.
¿Qué pendencia es esta? ¿Estamos entre turcos, ó nos
destrozamos á nosotros mismos, ya que el cielo no permitió que
ellos lo hiciesen? Si sois cristianos, contened vuestras iras, ó caro le
ha de costar al primero que levante el arma ó dé un paso más.
Haced callar esta campana que altera el sosiego de la isla. ¿Qué es
esto, caballeros? Tú, mi buen Yago, ¿por qué palideces?
Cuéntamelo todo. ¿Quién comenzó la pendencia? No me ocultes
nada. Tu lealtad invoco.
YAGO.
El motivo no lo sé. Hace poco estaban en tanta paz y armonía
como dos novios antes de entrar en el lecho, pero de repente, como
si alguna maligna influencia sideral los hubiese tocado, desenvainan
los aceros y se atacan y pelean á muerte. Repito que no sé la causa
de la rencilla. ¡Ojalá yo hubiera perdido, lidiando bizarramente en
algún combate glorioso, las dos piernas que me trajeron á ser
testigo de tal escena!
OTELO.
¿Por qué tal atropello, amigo Casio?
CASIO.
Perdonadme, señor: ahora no puedo deciros nada.
OTELO.
Y vos, amigo Montano, que solíais ser tan cortes, y que aun de
joven teníais fama bien ganada de prudente, ¿Cómo habéis venido á
perderla ahora, cual si fuerais cualquier pendenciero nocturno?
Respondedme.
MONTANO.
Mis heridas apenas me lo consienten, señor. Vuestro alférez Yago
os podrá responder por mí. No tengo conciencia de haber ofendido
á nadie esta noche, de obra ni de palabra, á no ser que sea agravio
el defender la propia existencia contra un agresor injusto.
OTELO.
¡Vive Dios! Ya la sangre y la pasión vencen en mí al juicio. Y si
llego á enojarme y á levantar el brazo, juro que el más esforzado ha
de caer por tierra. Decidme cómo empezó la cuestión, quién la
provocó. ¡Infeliz de él, aunque fuera mi hermano gemelo! ¿Estabais
locos? Cuando todavía resuenan en el castillo los gritos de guerra,
cuando aún estarán llenas de terror las gentes de la isla, ¿mis
propios guardas han de alterar el sosiego de la noche con disputas y
rebatos? Dímelo con verdad, Yago. ¿Quién comenzó?
MONTANO.
No te juzgaré buen soldado, si por amistad con Casio faltas á la
verdad.
YAGO.
No me obliguéis tan duramente. Antes que faltar á mi amigo
Casio, me mordería la lengua. Pero hablaré, porque creo que el
decir yo la verdad no le perjudica en nada. Las cosas pasaron así,
señor gobernador. Estaba Montano hablando conmigo, cuando se
nos acercó un mancebo pidiéndonos ayuda contra Casio que venia
detrás de él, espada en mano. Este amigo se interpuso y rogó á
Casio que se detuviera. Yo corrí detrás del fugitivo, para que no
alarmara al pueblo con sus gritos, como al fin sucedió, porque no
pude alcanzarle. Con esto volví á donde sonaba ruido de espadas, y
juramentos de Casio, que nunca hasta esta noche se le habían oído.
Andaba entre ellos tan recia y trabada la pelea como cuando vos los
separasteis. Nada más sé ni puedo deciros. El hombre es hombre, y
el más justo cae y peca. Y tengo para mí que aunque Casio golpeó
á Montano, como hubiera podido golpear á su mejor amigo en un
arrebato de furor, fué sin duda porque habia recibido del fugitivo
alguna ofensa intolerable.
OTELO.
La amistad que con Casio tienes, y tu natural benévolo, amigo Yago,
te mueven á disculparle. Mucho te quiero, Casio, pero ya no puedes
ser mi teniente. (Sale Desdémona.) Ved: con el alboroto habéis
despertado á mi esposa. Voy á hacer en vosotros un ejemplar
castigo.
DESDÉMONA.
¿Qué ha sido esto?
OTELO.
Ya está acabado todo, amiga mía. Vámonos á descansar. Yo haré
curar vuestra herida, caballero, (á Montano.) Yago, procura calmar
al pueblo, si es que anda alterado con la riña. Vámonos,
Desdémona. Esta es la vida del guerrero. Hasta en el seno del
placer viene á despertarle ruido de armas. (Quedan solos Casio y
Yago.)
YAGO.
¿Estáis herido, teniente?
CASIO.
Sí, y no hay cirujano que pueda curarme.
YAGO.
¡No lo quiera Dios!
CASIO.
¡He perdido la fama, el buen nombre, lo más espiritual y puro de
mi ser, y sólo me queda la parte brutal! ¡El buen nombre, el buen
nombre, Yago!
YAGO.
Por Dios vivo, creí que habíais recibido alguna herida material, la
cual debiera angustiaros más que la pérdida de la fama. La fama no
es sino vano ruido y falsedad é impostura, que las más veces se
gana sin mérito y se pierde sin culpa. Y si vos no dais por perdida la
fama, de fijo que no la habéis perdido. ¡Valor, amigo Casio! Medios
tenéis para volver á la gracia del general. Os ha quitado el empleo
en un momento de ira, y más por política y buen parecer, que por
mala intención. Así pega uno á veces al perro fiel, para asustar al
bravo león. Suplicadle, pedidle perdón, y todo os lo concederá.
CASIO.
¡Cómo ha de atreverse á suplicar nada á un jefe tan íntegro y
bueno, un oficial tan perdido, borracho, y sin seso como yo!
¡Embriagarme yo, perder el juicio, hablar por los codos, disputar,
decir bravatas y reñir hasta con mi sombra! ¿Cómo te llamaré,
espíritu incorpóreo del vino, que aún no tienes nombre? Sin duda
que debo llamarte demonio.
YAGO.
¿Y á quién perseguíais con el acero desnudo? ¿Qué os había
hecho?
CASIO.
Lo ignoro.
YAGO.
¿Es posible?
CASIO.
Muchas cosas recuerdo, pero todas confusas é incoherentes.
Sólo sé que hubo una pendencia, pero de la causa no puedo dar
razón. ¡Dios mío! ¿No es buena locura que los hombres beban á su
propio enemigo, y que se conviertan, por medio del júbilo y de la
algazara, en brutos animales?
YAGO.
Ya os vais serenando. ¿Cómo habéis recobrado el juicio tan
pronto?
CASIO.
El demonio de la ira venció al de la embriaguez. Un defecto provoca
á otro, para que yo me avergüence más y más de mí mismo.
YAGO.
Esa moral es severa con exceso. Por la hora, por el lugar, y por el
estado intranquilo de la isla, valiera más que esto no hubiera
sucedido, pero ya que pasó y no podéis remediarlo, tratad de
reparar el yerro.
CASIO.
Cuando yo le vuelva á pedir mi empleo, me llamará borracho.
Aunque yo tuviera todas las bocas de la hidra, esta respuesta
bastaría para hacerlas callar. ¡Pasar yo en breve rato desde el
estado de hombre juicioso al de loco frenético y luego al de bestia!
¡Qué horror! Cada copa es una maldición del infierno, cada botella
un demonio.
YAGO.
No digáis eso, que el buen vino alegra el corazón humano,
cuando no se abusa de él. No creo, teniente Casio, que dudareis de
la firmeza de mi amistad.
CASIO.
Tengo pruebas de ello. ¡Borracho yo!
YAGO.
Vos y cualquiera puede emborracharse alguna vez. Ahora oíd lo que
os toca hacer. La mujer de nuestro gobernador le domina á él,
porque él está encantado y absorto en la contemplación de su
belleza. Decidle la verdad, ponedla por intercesora, para que os
restituya vuestro empleo. Ella es tan buena, dulce y cariñosa que
hará de seguro más de lo que acertéis á pedirla: ella volverá á
componer esa amistad quebrada entre vos y su esposo, y apostaría
toda mi dicha futura á que este disgustillo sirve para estrecharla más
y más.
CASIO.
Me das un buen consejo.
YAGO.
Y tan sincero y honrado como es mi amistad hacia vos.
CASIO.
Así lo creo. Lo primero que haré mañana será rogar á
Desdémona, que interceda por mí. Si ella me abandona, ¿Qué
esperanza puede quedarme?
YAGO.
Bien decís. Buenas noches, teniente. Voy á la guardia.
CASIO.
Buenas noches, Yago.
YAGO.
¿Y quién dirá que soy un malvado, y que no son buenos y sanos
mis consejos? Ese es el único modo de persuadir á Otelo, y muy
fácil es que Desdémona interceda en favor de él, porque su causa
es buena, y porque Desdémona es más benigna que un ángel del
cielo. Y poco le ha de costar persuadir al moro. Aunque le exigiera
que renegase de la fe de Cristo, de tal manera le tiene preso en la
red de su amor, que puede llevarle á donde quiera, y le maneja á su
antojo. ¿En qué está mi perfidia, si aconsejo á Casio el medio más
fácil de alcanzar lo que desea? ¡Diabólico consejo el mío! ¡Arte
propia del demonio engañar á un alma incauta con halagos que
parecen celestiales! Así lo hago yo, procurando que este necio
busque la intercesión de Desdémona, para que ella niegue al moro
en favor de él. Y entre tanto yo destilaré torpe veneno en los oídos
del moro, persuadiéndole que Desdémona pone tanto empeño en
que no se vaya Casio, porque quiere conservar su ilícito amor. Y
cuanto ella haga por favorecerle, tanto más crecerán las sospechas
de Otelo. De esta manera convertiré el vicio en virtud, tejiendo con
la piedad de Desdémona la red en que ambos han de caer. (Sale
Rodrigo.) ¿Qué novedades traes, Rodrigo?
RODRIGO.
Sigo la caza, pero sin fruto. Mi dinero se acaba: esta noche me
han apaleado, y creo que el mejor desenlace de todo seria volverme
á Venecia, con alguna experiencia de más, harto duramente
adquirida, y con algunos ducados de menos.
YAGO.
¡Pobre del que no tiene paciencia! ¿Qué herida se curó de
primera intención? No procedemos por ensalmos, sino con maña y
cautela, y dando tiempo al tiempo. ¿No ves en qué estado andan las
cosas? Es verdad que Casio te ha apaleado, pero él en cambio
pierde su oficio. La mala yerba crece sin sol, pero la flor temprana
es señal de temprana fruta. Ten paciencia y sosiego. Vete á tu
posada: luego sabrás lo restante: vete, vete. Dos cosas tengo que
hacer. La primera, hacer que mi mujer ayude á Desdémona en su
petición á favor de Casio: y cuando ella esté suplicando con más
ahínco, me interpondré yo y hablaré al moro. No es ocasión de
timideces ni de esperas.

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