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Acto III

Otelo – William Shakespeare
ESCENA PRIMERA.
Sala del castillo

CASIO y MUSICOS.
CASIO.
Yo os pago. Tocad un breve rato para festejar el natalicio del
gobernador.
(Sale el Bufón.)
BUFON.
Señores, ¿vuestros instrumentos han adquirido en Nápoles esa
voz tan gangosa?
MÚSICOS.
¿Qué decís?
BUFON.
Tomad dinero: el gobernador gosta tanto de vuestra música que
os paga para que no continuéis,
MÚSICO 1º
Bien, señor. Callaremos,
BUFON.
Tocad sólo alguna música que no se oiga, si es que la sabéis. En
cuanto a la que se oye, el general no puede sufrirla.
MÚSICOS.
Nunca hemos sabido tales músicas.
BUFON.
Pues idos con la vuestra á otra parte, porque si no, me iré yo.
¡Idos lejos!
CASIO.
¿Oyes, amigo?
BUFON.
No oigo al amigo: te oigo, a ti.
CASIO.
Basta de bromas: toma una moneda de oro. Si la dama que
acompaña á la mujer del gobernador está ya levantada, dile que un
tal Casio quiere hablarla. ¿Se lo dirás?
BUFON.
Ya está levantada, y si la encuentro, le diré lo que deseáis.
CASIO.
Díselo, amigo mío. (Se va el Bufón.—Sale Yago.) Bien venido,
Yago.
YAGO.
¿No os habéis acostado?
CASIO.
Era casi de día, cuando me separé de ti. Ahora he enviado un
recado á tu mujer, para que me facilite una entrevista con
Desdémona.
YAGO.
Yo haré que la veas, y procuraré alejar á Otelo, para que no os
interrumpa.
CASIO.
De todas veras te lo agradeceré. (Aparte.) Ni en Florencia misma
he hallado hombre tan cortes y atento.
(Sale Emilia.)
EMILIA.
Buenos días, teniente. Mucho siento el percance que os ha pasado,
pero creo que al fin ha de remediarse. De ello están hablando el
gobernador y su mujer. Ella os defiende mucho. Otelo replica que
heristeis á una persona muy conocida en Chipre: que era forzoso el
castigo, y que por eso os destituyó. Pero como es tan amigo
vuestro, no tardará en devolveros el empleo, apenas haya ocasion
propicia.
CASIO.
A pesar de todo, me parece conveniente hablar á solas á
Desdémona, si es que mi pretension no te parece descabellada.
EMILIA.
Ven conmigo: yo te llevaré á sitio donde puedas hablarla con toda
libertad.
CASIO.
Mucho os agradeceré tal favor. (se van)

ESCENA II
Una sala del castillo

Salen OTELO, YAGO y varios Caballeros.
OTELO.
Yago, entrega tú estas cartas al piloto, para que las comunique al
Senado. Entre tanto yo voy á las murallas. Allí me encontrarás.
YAGO.
Está bien, general.
OTELO.
Caballeros, ¿quereis visitar la fortificacion?
CABALLEROS.
Cómo gusteis.

ESCENA III
Jardín del castillo

DESDÉMONA, EMILIA y CASIO.
DESDÉMONA.
Pierde el temor, amigo mío. Te prestaré toda la ayuda y favor que
pueda.
EMILIA.
Señora, os suplico que lo hagáis, porque mi marido lo toma como
asunto propio.
DESDÉMONA.
Es muy honrado. Espero veros pronto amigos á Otelo y a ti, buen
Casio.
CASIO.
Generosa señora, sucédame lo que quiera, Miguel Casio será
siempre esclavo vuestro.
DESDÉMONA.
En mucho aprecio tu amistad. Sé que hace tiempo la tienes con
mi marido, y que sólo se alejará de ti el breve tiempo que la
prudencia lo exija.
CASIO.
Pero esa prudencia puede durar tanto, ó acrecentarse con tan
perverso alimento, ó atender á tan falsas apariencias, que estando
ausente yo, y sucediéndome otro en el destino, olvide el general mis
servicios.
DESDÉMONA.
No tengas ese recelo. A Emilia pongo por testigo de que no he de
desistir hasta que te restituyan el empleo. Yo cumplo siempre lo que
prometo y juro. No dejaré descansar á mi marido, de día y de noche
he de seguirle y abrumarle con ruegos y súplicas en tu favor. Ni en
la mesa ni en el lecho cesaré de importunarle. Buen abogado vas á
tener. Antes moriré que abandonar la pretensión de Casio.
EMILIA.
Señora, el amo viene.
CASIO.
Adiós, señora.
DESDÉMONA.
Quédate, y oye lo que voy á decirle.
CASIO.
No puedo oírte ahora ni estoy de buen temple para hablar en
causa propia.
DESDÉMONA.
Como queráis. (Se va Casio—Salen Otelo y Yago.)
YAGO.
No me parece bien esto.
OTELO.
¿Qué dices entre dientes?
YAGO.
Nada… No lo sé, señor.
OTELO.
¿No era Casio el que hablaba con mi mujer?
YAGO.
¿Casio? No, señor. ¿Por qué había de huir él tan pronto, apenas os
vio llegar?
OTELO.
Pues me pareció que era Casio.
DESDÉMONA.
¿Tú de vuelta, amor mío? Ahora estaba hablando con un pobre
pretendiente, que se queja de tus enojos.
OTELO.
¿Quién?
DESDÉMONA.
Tu teniente Casio. Y si en algo estimas mi amor y mis caricias,
óyeme benévolo. O yo no entiendo nada de fisonomías, ó Casio ha
pecado más que por malicia, por ignorancia. Perdónale.
OTELO.
¿Era el que se fue de aquí ahora mismo?
DESDÉMONA.
Sí, tan triste y abatido, que me dejó parte de su tristeza. Haz que
vuelva contento, esposo mío.
OTELO.
Ahora no: otra vez será, esposa mía.
DESDÉMONA.
¿Pronto?
OTELO.
Tus ruegos adelantarán el plazo.
DESDÉMONA.
¿Esta noche, á la hora de cenar?
(Se van.)
OTELO.
Esta noche no puede ser.
DESDÉMONA.
¿Mañana á la hora de comer?
OTELO.
Mañana no comeré en casa. Tenemos junta militar en el castillo.
DESDÉMONA.
Entonces mañana por la noche, ó el martes por la mañana, por la
tarde ó por la noche, ó el miércoles muy de madrugada. Fíjame un
término y que sea corto: tres días á lo más. Ya está arrepentido. Y
aunque dicen que las leyes de la guerra son duras, y que á veces
exigen el sacrificio de los mejores, su falta es bien leve, y digna sólo
de alguna reprensión privada. Dime, Otelo: ¿Cuándo volverá? Si tú
me pidieras algo, no te lo negaría yo ciertamente. Mira que en nada
pienso tanto como en esto. ¿No te acuerdas que Casio fue
confidente de nuestros amores? ¿No sabes que él te defendía
siempre, cuando yo injustamente y por algún arrebato de celos,
hablaba mal de ti? ¿Por qué dudas en perdonarle? No sé cómo
persuadirte…
OTELO.
Basta, mujer: no me digas más. Que vuelva cuando quiera.
DESDÉMONA.
No te he pedido gracia, ni sacrificio, sino cosa que a ti mismo te está
bien y te importa. Es como si te pidiera que te abrigaras, ó que te
pusieras guantes, ó que comieses bien. Si mi petición fuera de cosa
más difícil ó costosa, a fe que tendría yo que medir y pesar bien las
palabras, y aún así sabe Dios si lo alcanzaría.
OTELO.
Nada te negaré. Una cosa sola he de pedirte. Déjame solo un
rato.
DESDÉMONA.
¿Yo dejar de obedecerte? Adiós, señor mío, adiós.
OTELO.
Adiós, Desdémona. Pronto seré contigo.
DESDÉMONA.
Ven, Emilia. (A Otelo.) Siempre seré rendida esclava de tus
voluntades.
OTELO.
¡Alma de mi alma! Condenada sea mi alma, si yo no te quiero; y si
alguna vez dejo de quererte, ¡confúndase y acábese el universo!
YAGO.
General.
OTELO.
¿Qué dices, Yago?
YAGO.
¿Miguel Casio tuvo alguna noticia de vuestros amores con la
señora?
OTELO.
Lo supo todo, desde el principio hasta el fin. ¿A qué esa
pregunta?
YAGO.
Por nada: para matar un recelo mío.
OTELO.
¿Qué recelo?
YAGO.
Yo creí que nunca la había tratado.
OTELO.
¡Si fue confidente y mensajero de nuestros amores!
YAGO.
¿Eso dices?
OTELO.
La verdad digo. ¿Por qué te sorprende? Pues ¿no es hombre de
fiar?
YAGO.
Sí: hombre de bien.
OTELO.
Muy de bien.
YAGO.
Así que sepa…
OTELO.
¿Qué estáis murmurando?
YAGO.
¿Murmurar?
OTELO.
¡Sí, algo piensas, vive Dios! Vas repitiendo como un eco mis
palabras, como si tuvieras en la conciencia algún monstruo, y no te
atrevieras á arrojarle. Hace un momento, cuando viste juntos á
Casio y á mi mujer, dijiste que no te parecía bien. ¿Y por qué no?
Ahora cuando te he referido que fue medianero de nuestros amores,
preguntaste: «¿Es verdad eso?» y te quedaste caviloso, como si
madurases alguna siniestra idea. Si eres amigo mío, dime con
verdad lo que piensas.
YAGO.
Señor, ya sabéis que de todas veras os amo.
OTELO.
Por lo mismo que lo sé y lo creo, y que te juzgo hombre serio y
considerado en lo que dices, me asustan tus palabras y tu silencio.
No los extrañaría en hombres viles y soeces, pero en un hombre
honrado como tú son indicios de que el alma está ardiendo, y de
que quiere estallar la indignación comprimida.
YAGO.
Juro que tengo á Miguel Casio por hombre de honor.
OTELO.
Yo también.
YAGO.
El hombre debe ser lo que parece, ó á lo menos, aparentarlo.
OTELO.
Dices bien.
YAGO.
Repito que á Casio le tengo por hombre honrado.
OTELO.
Eso no es decírmelo todo. Declárame cuanto piensas y recelas,
hasta lo peor y más oculto.
YAGO.
Perdonadme, general: os lo suplico. Yo estoy obligado á
obedeceros en todo, menos en aquellas cosas donde ni el mismo
esclavo debe obedecer. ¿Revelaros mi pensamiento? ¿Y si mi
pensamiento fuera torpe, vil y menguado? ¿En qué palacio no
penetra alguna vez la alevosía? ¿En qué pecho no caben injustos
recelos y cavilosidades? Hasta con el más recto juicio pueden unirse
bajos pensamientos.
OTELO.
Yago, faltas á la amistad, si creyendo infamado á tu amigo, no le
descubres tu sospecha.
YAGO.
¿Y si mi sospecha fuera infundada? Porque yo soy naturalmente
receloso y perspicaz, y quizá veo el mal donde no existe. No hagáis
caso de mis malicias, vagas é infundadas, ni perturbéis vuestro
reposo por ellas, ni yo como hombre honrado y pundonoroso debo
revelaros el fondo de mi pensamiento.
OTELO.
¿Qué quieres decir con eso?
YAGO.
¡Ay, querido jefe mío!, la buena reputación, así en hombre como
en mujer, es el tesoro más preciado. Poco roba quien roba mi
dinero: antes fue algo, después nada: antes mío, ahora suyo, y
puede ser de otros cincuenta. Pero quien me roba la fama, no se
enriquece, y á mí me deja pobre.
OTELO.
¿Qué estás pensando? Dímelo, por Dios vivo. Quiero saberlo.
YAGO.
No lo sabréis nunca, aunque tengáis mi corazón en la mano.
OTELO.
¿Por qué?
YAGO.
Señor, temed mucho á los celos, pálido monstruo, burlador del
alma que le da abrigo. Feliz el engañado que descubre el engaño y
consigue aborrecer á la engañadora, pero ¡ay del infeliz que aún la
ama, y duda, y vive entre amor y recelo!
OTELO.
¡Horrible tortura!
YAGO.
Más feliz que el rico es el pobre, cuando está resignado con su
suerte. Por el contrario el rico, aunque posea todos los tesoros de la
tierra, es infeliz por el temor que á todas horas le persigue, de
perder su… ¡Dios mío, aparta de mis amigos, los celos!
OTELO.
¿Qué quieres decir? ¿Imaginas que he de pasar la vida entre
sospechas y temores, cambiando de rostro como la luna? No: la
duda y la resolución sólo pueden durar en mí un momento, y si
alguna vez hallares que me detengo en la sospecha y que no la
apuro, llámame imbécil. Yo no me encelo si me dicen que mi mujer
es hermosa y alegre, que canta y toca y danza con primor, ó que se
complace en las fiestas. Si su virtud es sincera, más brillará así.
Tampoco he llegado á dudar nunca de su amor. Ojos tenia ella y
entendimiento para escoger. Yago, para dudar necesito pruebas, y
así que las adquiera, acabaré con el amor ó con los celos.
YAGO.
Dices bien. Y así conocerás mejor la lealtad que te profeso. Ahora
no puedo darte pruebas. Vigila á tu esposa: repárala bien cuando
hable con Casio, pero que no conozcan tus recelos en la cara. No
sea que se burlen de tu excesiva buena fe. Las venecianas sólo
confían a Dios el secreto, y saben ocultársele al marido. No consiste
su virtud en no pecar, sino en esconder el pecado.
OTELO.
¿Eso dices?
YAGO.
A su padre engañó por amor tuyo, y cuando fingía mayor
esquiveza, era cuando más te amaba.
OTELO.
Verdad es.
YAGO.
Pues la que tan bien supo fingir, hasta engañar á su padre, que no
podía explicarse vuestro amor sino como obra de hechicería… Pero
¿Qué estoy diciendo? Perdóname si me lleva demasiado lejos el
cariño que te profeso.
OTELO.
Eterna será mi gratitud.
YAGO.
Mal efecto te han hecho mis palabras, señor.
OTELO.
No. Mal efecto, ninguno.
YAGO.
Paréceme que sí. Repara que cuanto te he dicho ha sido por tu
bien. Pero, señor, ¡estáis desconcertado! Ruégoos que no entendáis
mis palabras más que como suenan, ni deis demasiado crédito é
importancia á una sospecha.
OTELO.
Te lo prometo.
YAGO.
Si no, lo sentiría, y aun seria más pronto el desenlace, que lo que
yo imaginé. Casio es amigo mío… Pero ¡estáis turbado!
(Vase.)
OTELO.
¿Por qué? Yo tengo á Desdémona por honrada.
YAGO.
¡Que lo sea mucho tiempo! ¡Que por muchos años lo creas tú así!
OTELO.
Pero cuando la naturaleza comienza á extraviarse…
YAGO.
Ahí está el peligro. Y á decir verdad, el haber despreciado tan
ventajosos casamientos de su raza, de su patria y de su condición y
haberse inclinado á tí, parece indicio no pequeño de torcidas y
livianas inclinaciones. La naturaleza hubiera debido moverla á lo
contrario. Pero… perdonadme: al decir esto, no aludo á ella
solamente, aunque temo que al compararos con los mancebos de
Venecia, pudiera arrepentirse.
OTELO.
Adiós, adiós, y si algo más averiguas, no dejes de contármelo.
Que tu mujer los vigile mucho. Adiós, Yago.
YAGO.
Me voy, general. Quédate con Dios. (Se aparta breve trecho.)
OTELO.
¿Para qué me habré casado? Sin duda este amigo sabe mucho
más que lo que me ha confesado.
YAGO.
Gobernador, os suplico que no volváis á pensar en eso. Dad
tiempo al tiempo, y aunque parece justo que Casio recobre su
empleo, puesto que es hábil para desempeñarlo, mantened las
cosas en tal estado algún tiempo más, y entre tanto podéis estudiar
su carácter, y advertir si vuestra mujer toma con mucho calor su
vuelta. Este será vehemente indicio, pero entre tanto, inclinaos á
pensar que me he equivocado en mis sospechas y temores, y no
desconfiéis de su fidelidad.
OTELO.
Nada temas.
YAGO.
Adiós otra vez.
OTELO.
Este Yago es buen hombre y muy conocedor del mundo. ¡Ay,
halcón mío! si yo te encontrara fiel, aunque te tuviera sujeto al
corazón con garfios ó correas, te lanzaría al aire en busca de presa.
(Sale Yago.)
¿Quizá me estará engañando por ser yo viejo y negro, ó por no
tener la cortesía y ameno trato propios de la juventud? ¿Pero qué
me importa la razón? Lo cierto es que la he perdido, que me ha
engañado, y que no tengo más recurso que aborrecerla. ¡Maldita
boda: ser yo dueño de tan hermosa mujer pero no de su alma! Más
quisiera yo ser un sapo asqueroso ó respirar la atmósfera de una
cárcel, que compartir con nadie la posesión de esa mujer. Pero tal
es la maldición que pesa sobre los grandes, más infelices en esto
que la plebe. Maldición que nos amenaza, desde que comenzamos
á respirar el vital aliento. Aquí viene Desdémona. (Salen
Desdémona y Emilia.) (Aparte.) ¿Será verdad que es infiel? ¿Se
burlará el cielo de sí mismo?
DESDÉMONA.
Otelo, ven: los nobles de la isla están ya congregados para el
banquete.
OTELO.
¡Qué insensatez la mía!
DESDÉMONA.
¿Por qué hablas entre dientes? ¿Estás malo?
OTELO.
Me duele la cabeza.
DESDÉMONA.
Sin duda, por el insomnio. Pero pronto sanarás. Yo te vendaré la
cabeza, y antes de una hora estarás aliviado. (Intenta ponerle el
pañuelo.)
OTELO.
Ese pañuelo es pequeño. (Se cae el pañuelo.) Déjalo. Me voy
contigo.
DESDÉMONA.
Mucho siento tu incomodidad. (Vanse.)
EMILIA.
¡Oh felicidad! Este es el pañuelo, primera ofrenda amorosa del
moro. Mi marido me ha pedido mil veces que se lo robe á
Desdémona, pero como ella lo tiene en tanto aprecio, y Otelo se lo
encomendó tanto, jamás lo deja de la mano, y muchas veces le
besa y acaricia. Haré copiar la misma labor, y se le daré á Yago,
aunque no puedo atinar para qué le desea: Dios lo sabe. A mí sólo
me toca obedecer.
YAGO.
¿Cómo estás sola?
EMILIA.
No te enojes, que algo tengo que regalarte.
YAGO.
¿A mí qué? Buena cosa será.
EMILIA.
¡Ya lo creo!
YAGO.
Eres necia, esposa mía.
EMILIA.
¡Ya lo creo! ¿Cuánto me darás por aquel pañuelo?
YAGO.
¿Qué pañuelo?
EMILIA.
Aquel que el moro regaló á Desdémona, y que tantas veces me
has mandado robar.
YAGO.
¿Y ya lo has hecho?
EMILIA.
No le he robado, sino que le he recogido del suelo, donde ella le
dejó caer. Tómale, aquí está.
YAGO.
Dámele, pues, amor mío.
EMILIA.
¿Y para qué? ¿Cómo tuviste tanto empeño en que yo le robara?
YAGO.
(Cogiendo el pañuelo.) ¿Qué te importa? Dámele.
EMILIA.
Si no le necesitas para cosa de importancia, devuélvemele pronto,
Yago, porque mi señora se morirá de pena, así que eche de ver la
falta.
YAGO.
No le confieses nada. Necesito el pañuelo. ¿Oyes? Vete. (Vase
Emilia.) Voy á tirar este pañuelo en el aposento de Casio, para que
allí le encuentre Otelo. La sombra más vana, la más ligera sospecha
son para un celoso irrecusables pruebas. Ya comienza á hacer su
efecto el veneno: al principio apenas ofende los labios, pero luego,
como raudal de lava, abrasa las entrañas. Aquí viene el moro.
(Aparte.) No podrás conciliar hoy el sueño tan apaciblemente como
ayer, aunque la adormidera, el beleño y la mandrágora mezclen
para ti sus adormecedores jugos.
OTELO.
¡Infiel! ¡Infiel!
YAGO.
¿Qué decís, gobernador?
OTELO.
¡Lejos, lejos de mí! Tus sospechas me han puesto en el tormento.
Vale más ser engañado del todo que padecer, víctima de una duda.
YAGO.
¿Por qué decís eso, general?
OTELO.
¿Qué me importaban sus ocultos retozos, si yo no los veía ni me
percataba de ellos, ni perdía por eso el sueño, la alegría, ni el
reposo? Jamás advertí en sus labios la huella del beso de Casio. Y
si el robado no conoce el robo, ¿Qué le importa que le hurten?
YAGO.
Duéleme oírte hablar así.
OTELO.
Yo hubiera podido ser feliz aunque los más ínfimos soldados del
ejército hubiesen disfrutado de la hermosura de ella. ¡Pero haberlo
sabido! ¡Adiós, paz de mi alma! ¡Adiós, bizarros escuadrones,
glorioso campo de pelea, que truecas la ambición en virtud! ¡Adiós,
corceles de batalla, clarín bastardo, bélicos tambores, pífanos
a tronantes, banderas desplegadas, pompa de los ojos, lujo y
estruendo de las armas! ¡Adiós todo, que la gloria de Otelo se ha
acabado!
YAGO.
¿Será verdad, señor?
OTELO.
¡Infame! Dame pruebas infalibles de que mi esposa es adúltera.
¿Me oyes? Quiero pruebas que entren por los ojos, y si no me las
das, perro malvado, más te valiera no haber nacido que encontrarte
al alcance de mis manos. ¡Haz que yo lo vea, ó á lo menos pruébalo
de tal suerte, que la duda no encuentre resquicio ni pared donde
aferrarse! Y si no, ¡ay de ti!
YAGO.
¡Señor, jefe mío!
OTELO.
Si lo que me has dicho, si el tormento en que me has puesto no
es más que una calumnia, no vuelvas á rezar en todos los días de tu
vida: sigue acumulando horrores y maldades, porque tu eterna
condenación es tan segura que poco puede importarte un crimen
más.
YAGO.
¡Piedad, Dios mío! ¿Sois hombre, Otelo, ó es que habéis perdido el
juicio? Desde ahora renuncio á mi empleo. ¡Qué necio yo, cuyos
favores se toman por agravios! ¡Cuán triste cosa es en este mundo
ser honrado y generoso! Mucho me alegro de haberlo aprendido.
Desde hoy prometo no querer bien á nadie, si la amistad se paga de
este modo.
OTELO.
No te vayas. Escúchame. Mejor es que seas honrado.
YAGO.
No: seré ladino y cauteloso. La bondad se convierte en insensatez
cuando trabaja contra sí misma.
OTELO.
¡Por Dios vivo! Yo creo y no creo que mi mujer es casta, y creo y
no creo que tú eres hombre de bien. Pruebas, pruebas. Su nombre,
que resplandecía antes más que el rostro de la luna, está ahora tan
oscuro y negro como el mío. No he de sufrirlo, mientras haya en el
mundo cuerdas, aceros, venenos, hogueras y ríos desbordados.
¡Pruebas, pruebas!
YAGO.
Señor, veo que sois juguete de la pasión, y ya me va pesando de
mi franqueza. ¿Queréis pruebas?
OTELO.
No las quiero: las tendré.
YAGO.
Y podéis tenerlas. ¡Pero qué género de pruebas! ¿Queréis verlos
juntos? ¡Qué grosería!
OTELO.
¡Condenación! ¡Muerte!
YAGO.
Y tengo para mí que había de ser difícil sorprenderlos en tal
ocasión. Buen cuidado tendrán ellos de ocultar sus adúlteras
caricias de la vista de todos. ¿Qué prueba bastará convenceros?
¿Ni cómo habéis de verlos? Aunque estuviesen más ardorosos que
jimios ó cabras ó que lobos en el celo, ó más torpes y necios que la
misma estupidez. De todas suertes, aunque yo no pueda daros
pruebas evidentes, tengo indicios tales, que pueden llevaros á la
averiguación de la verdad.
OTELO.
Dame alguna prueba clara y evidente de su infidelidad.
YAGO.
A fe mía que no me gusta el oficio de delator, pero á tal extremo
han llegado las cosas que ya no puedo evitarlo. Ya sabes que mi
aposento está cerca del de Casio, y que aquejado por el dolor de
muelas, no puedo dormir. Hay hombres tan ligeros que entre sueños
descubren su secreto. Así Casio, que entre sueños decía:
«Procedamos con cautela, amada Desdémona.» Y luego me cogió
la mano, y me la estrechó con fuerza, diciéndome: «Amor mío», y
me besó como si quisiera desarraigar los besos de mis labios, y dijo
en altas voces: «¡Maldita fortuna la que te hizo esposa del moro!»
OTELO.
¡Qué horror!
YAGO.
Pero todo eso fue un sueño.
OTELO.
Prueba palpable, aunque fuera sueño, puesto que descubre que
su amor ha llegado á la posesión definitiva.
YAGO.
Esta prueba sirve para confirmar otras, aunque ninguna de ellas
convence.
OTELO.
Quiero destrozarla.
YAGO.
Ten prudencia. Con certidumbre no sé nada. ¿Quién sabe si será
fiel todavía? ¿No has visto alguna vez un pañuelo bordado en
manos de Desdémona?
OTELO.
Sí, por cierto; fue el primer regalo que la hice.
YAGO.
No lo sabia yo, pero vi en poder de Casio un pañuelo, del todo
semejante. Sí: estoy seguro de que era el de vuestra mujer.
OTELO.
¡Si fuera el mismo!…
YAGO.
Aquel ú otro: basta que fuera de ella para ser un indicio
desfavorable.
OTELO.
Ojalá tuviera él cien mil vidas, que una sola no me basta para
saciar mi venganza. Mira, Yago: con mi aliento arrojo para siempre
mi amor. ¡Sal de tu caverna, horrida venganza! Amor, ¡ríndete al
monstruo del odio! ¡Pecho mío, llénate de víboras!
YAGO.
Cálmate, señor.
OTELO.
¡Sangre, Yago, sangre!
YAGO.
Sangre no: paciencia. ¿Quién sabe si mudareis de pensamiento?
OTELO.
Nunca, Yago. Así como el gélido mar corre siempre con rumbo á
la Propóntide y al Helesponto, sin volver nunca atrás su corriente,
así mis pensamientos de venganza no se detienen nunca en su
sanguinaria carrera, ni los templará el amor, mientras no los devore
la venganza. Lo juro solemnemente por el cielo que nos cubre. (Se
arrodilla.)
YAGO.
No os levantéis. (Se arrodilla también.) Sed testigos, vosotros,
luceros de la noche, y vosotros, elementos que giráis en torno del
mundo, de que Yago va á dedicar su corazón, su ingenio y su mano
á la venganza de Otelo. Lo que él mande, yo lo obedeceré, aunque
me parezca feroz y sanguinario.
OTELO.
Gracias, y acepto gustoso tus ofertas, y voy á ponerte á prueba en
seguida. Ojalá dentro de tres días puedas decirme: «ya no existe
Casio.»
YAGO.
Dad por muerto á mi amigo, aunque ella viva.
OTELO.
No, no: ¡vaya al infierno esa mujer carnal y lujuriosa! Voy á buscar
astutamente medios de dar muerte á tan hermoso demonio. Yago,
desde hoy serás mi teniente.
YAGO.
Esclavo vuestro siempre.

ESCENA IV
Explanada delante del castillo

Salen DESDÉMONA, EMILIA y un BUFON.
DESDÉMONA.
Dime: ¿Dónde está Casio?
BUFON.
No en parte alguna que yo sepa.
DESDÉMONA.
¿Por qué dices eso? ¿No sabes á lo menos cuál es su
alojamiento?
BUFON.
Si os lo dijera, seria una mentira.
DESDÉMONA.
¿No me dirás algo con seriedad?
BUFON.
No sé cuál es su posada, y si yo la inventara ahora, seria
hospedarme yo mismo en el pecado mortal.
DESDÉMONA.
(Vase.)
¿Podrás averiguarlo y adquirir noticias de él?
BUFON.
Preguntaré como un catequista, y os traeré las noticias que me
dieren.
DESDÉMONA.
Vete a buscarle; dile que venga, porque ya he persuadido á mi
esposo en favor suyo, y tengo por arreglado su negocio.
DESDÉMONA.
Emilia, ¿Dónde habré perdido aquel pañuelo?
EMILIA.
No lo sé, señora mía.
DESDÉMONA.
Créeme. Preferiría yo haber perdido un bolsillo lleno de ducados. A
fe que si el moro no fuera de alma tan generosa y noble incapaz de
dar en la ceguera de los celos, bastaría esto para despertar sus
sospechas.
EMILIA.
¿No es celoso?
DESDÉMONA.
El sol de su nativa África limpió su corazón de todas esas malas
pasiones.
EMILIA.
Por allí viene.
DESDÉMONA.
No me separaré de él hasta que llegue Casio. (Sale Otelo.)
¿Cómo estás, Otelo?
OTELO.
Muy bien, esposa mía. (Aparte.) ¡Cuán difícil me parece el
disimulo! ¿Cómo te va, Desdémona?
DESDÉMONA.
Bien, amado esposo.
OTELO.
Dame tu mano, amor mío. ¡Qué húmeda está!
DESDÉMONA.
No la quitan frescura ni la edad ni los pesares.
OTELO.
Es indicio de un alma apasionada. Es húmeda y ardiente.
Requiere oración, largo ayuno, mucha penitencia y recogimiento,
para que el diablillo de la carne no se subleve. Mano tierna, franca y
generosa.
DESDÉMONA.
Y tú puedes decirlo, pues con esa mano te di toda el alma.
OTELO.
¡Qué mano tan dadivosa! En otros tiempos el alma hacia el regalo
de la mano. Hoy es costumbre dar manos sin alma.
DESDÉMONA.
Nada sé de eso. ¿Te has olvidado de tu palabra?
OTELO.
¿Qué palabra?
DESDÉMONA.
He mandado á llamar á Casio para que hable contigo.
OTELO.
Tengo un fuerte resfriado. Dame tu pañuelo.
DESDÉMONA.
Tómale, esposo mío.
OTELO.
El que yo te di.
DESDÉMONA.
No le tengo aquí.
OTELO.
¿No?
DESDÉMONA.
No, por cierto.
OTELO.
Falta grave es esa, porque aquel pañuelo se lo dio a mi madre
una sabia hechicera, muy hábil en leer las voluntades de las gentes,
y díjole que mientras le conservase, siempre seria suyo el amor de
mi padre, pero si perdía el pañuelo, su marido la aborrecería y
buscaría otros amores. Al tiempo de su muerte me lo entregó, para
que yo se le regalase á mi esposa el día que llegara á casarme.
Hícelo así, y repito que debes guardarle bien y con tanto cariño
cómo á las niñas de tus ojos, porque igual desdicha seria para ti
perderlo que regalarlo.
DESDÉMONA.
¿Será verdad lo que cuentas?
OTELO.
Indudable. Hay en esos hilos oculta y maravillosa virtud, como
que los tejió una sibila agitada de divina inspiración. Los gusanos
que hilaron la seda eran asimismo divinos. Licor de momia y
corazón de virgen sirvieron para el hechizo.
DESDÉMONA.
¿Dices verdad?
OTELO.
No lo dudes. Y haz por no perderle.
DESDÉMONA.
¡Ojalá que nunca hubiera llegado á mis manos!
OTELO.
¿Por qué? ¿Qué ha sucedido?
DESDÉMONA.
¿Por qué hablas con tal aceleramiento?
OTELO.
¿Le has perdido? ¿Dónde? Contéstame.
DESDÉMONA.
¡Favor del cielo!
OTELO.
¿Qué estás diciendo?
DESDÉMONA.
No le perdí. Y si por casualidad le hubiera perdido…
OTELO.
¿Perderle?
DESDÉMONA.
Te juro que no le perdí.
OTELO.
Pues damele, para que yo le vea.
DESDÉMONA.
Ahora mismo podría dártele, pero no quiero hacerlo, porque tú no
accedes á mis ruegos, ni vuelves su empleo á Casio.
OTELO.
Muéstrame el pañuelo. Mis sospechas crecen.
DESDÉMONA.
Hazme ese favor, Otelo. Nunca hallarás hombre más hábil é
inteligente.
OTELO.
¡El pañuelo!
DESDÉMONA.
(Se va.)
(Salen Casio y Yago.)
Hablemos de Casio.
OTELO.
¡El pañuelo!
DESDÉMONA.
Casio que en todo tiempo fue amigo y protegido tuyo, que á tu
lado corrió tantas aventuras…
OTELO.
¡El pañuelo!
DESDÉMONA.
Grande es tu impaciencia.
OTELO.
¡Aparta!
EMILIA.
¿Estará celoso?
DESDÉMONA.
Es la primera vez que le veo así. Sin duda aquel pañuelo está
encantado. ¡Cuánto siento haberlo perdido!
EMILIA.
No bastan un año ni dos, para conocer el carácter de un hombre.
Son abismos que á nosotras nos devoran, y cuando se hartan, nos
arrojan de sí. Aquí vienen mi marido y Casio.
YAGO.
Ya no queda otro recurso. Ella es
quien ha de hacerlo. Allí está. ¡Oh fortuna! Id á rogárselo.
DESDÉMONA.
¿Qué noticias traes, Casio?
CASIO.
Nada, sino mi antigua pretensión, señora. Deseo, merced á vuestra
generosa intercesión, volver á la luz, á la vida, á la amistad del
hombre á quien tanto respeto y agradecimiento debo. Sólo os
suplico que intercedáis con mucha eficacia, y si mi culpa es tan
grande que ni mis servicios pasados, ni mi infortunio presente, ni
mis méritos futuros bastan á que sea perdonada, sépalo yo de
cierto, y alegrándome, con forzada alegría, de saberlo, pediré
limosna á la fortuna por otro camino.
DESDÉMONA.
¡Ay, buen señor Casio! Mis ruegos no suenan ya bien en los oídos
de mi señor. Mi esposo no es el de antes. Si su rostro hubiera
cambiado tanto como su índole, de fijo que yo no le conocería.
(Vase.)
Todos los santos me sean testigos de que le he suplicado en favor
tuyo con cuanto empeño he podido, hasta incurrir en su indignación
por mi atrevimiento y tenacidad. Es preciso dar tiempo al tiempo. Yo
haré lo que pueda, y más que si se tratase de negocio mío.
YAGO.
¿Se enojó contra ti el general?
EMILIA.
Ahora acaba de irse de aquí, con ceño muy torvo.
YAGO.
¿Será verdad? Grave será el motivo de su enojo, porque nunca le
he visto inmutarse, ni siquiera cuando á su lado una bala de cañón
mató á su hermano. Voy á buscar á Otelo.
DESDÉMONA.
Será sin duda algún negocio político, del gobierno de Venecia, ó
alguna conspiración de Chipre lo que ha turbado la calma de mi
marido. Cuando los hombres por cualquier motivo grave se enojan,
riñen hasta sobre las cosas más insignificantes. De la misma suerte,
con un dedo que nos duela, todos los demás miembros se
resienten. Los hombres no son dioses, ni tenemos derecho para
pedirles siempre ternura. Bien haces, Emilia, en reprenderme mi
falta de habilidad. Cuando ya bien á las claras mostraba su ánimo el
enojo, yo misma soborné á los testigos, levantándole falso
testimonio.
EMILIA.
Quiera Dios que sean negocios de Estado, como sospecháis, y no
vanos recelos y sospechas infundadas.
DESDÉMONA.
¡Celos de mí! ¿Y por qué causa, si nunca le he dado motivo?
EMILIA.
No basta eso para convencer á un celoso. Los celos nunca son
razonados. Son celos porque lo son: monstruo que se devora á sí
mismo.
DESDÉMONA.
Quiera Dios que nunca tal monstruo se apodere del alma de
Otelo.
EMILIA.
Así sea, señora mía.
DESDÉMONA.
(Sale Blanca.)
Yo le buscaré. No te alejes mucho, amigo Casio. Y si él se
presenta propicio, redoblaré mis instancias, hasta conseguir lo que
deseas.
CASIO.
Humildemente os lo agradezco, reina. (Vanse Emilia y
Desdémona.)
BLANCA.
Buenos días, amigo Casio.
CASIO.
¿Cómo has venido, hermosa Blanca? Bien venida, seas siempre.
Ahora mismo pensaba ir á tu casa.
BLANCA.
Y yo á tu posada, Casio amigo. ¡Una semana sin
Casio y Bianca.
verme! ¡Siete días y siete noches! ¡Veinte veces ocho horas, más
otras ocho! ¡Y horas más largas que las del reloj, para el alma
enamorada! ¡Triste cuenta!
CASIO.
(Se le da.)
No te enojes, Blanca mía. La pena me ahogaba. En tiempo más
propicio pagaré mi deuda. Hermosa Blanca, cópiame la labor de
este pañuelo.
BLANCA.
Casio, ¿de dónde te ha venido este pañuelo? Sin duda de alguna
nueva querida. Si antes lloré tu ausencia, ahora debo llorar más el
motivo.
CASIO.
Calla, niña. Maldito sea el demonio que tales dudas te inspiró. Ya
tienes celos y crees que es de alguna dama. Pues no es cierto,
Blanca mía.
BLANCA.
¿De quién es?
CASIO.
Lo ignoro. En mi cuarto lo encontré, y porque me gustó la labor,
quiero que me la copies, antes que vengan á reclamármelo. Hazlo,
bien mío, te lo suplico. Ahora vete.
BLANCA.
¿Y por qué he de irme?
CASIO.
Porque va á venir el general, y no me parece bien que me
encuentre con mujeres.
BLANCA.
¿Y por qué?
CASIO.
No porque yo no te adore.
BLANCA.
Porque no me amas. Acompáñame un poco. ¿Vendrás temprano
esta noche?
CASIO.
Poco tiempo podré acompañarte, porque estoy de espera. Pero
no tardaremos en vernos.
BLANCA.
Bien está. Es fuerza acomodarse al viento.

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