Persuasión – Jane Austen
Ana y Enriqueta, las primeras en levantarse al día siguiente, acordaron bajar a la
playa antes de desayunar. Llegaron a las arenas y contemplaron el ir y venir de
las olas, a las que la brisa del sudeste hacia lucir con toda la belleza que
permitía una playa tan extensa. Alabaron la mañana, se regocijaron con el mar,
gozaron de la fresca brisa y guardaron silencio, hasta que Enriqueta, súbitamente, empezó a hablar.
-¡Oh, sí! Estoy convencida de que, salvo raras excepciones, el aire de mar
siempre es bueno. No cabe duda de que ha sido muy beneficioso para el doctor
Shirley después de su enfermedad, que tuvo lugar hace un año en la primavera.
El dice que un mes de permanencia en Lyme le ayuda más que todas las
medicinas, y que el mar lo hace sentirse rejuvenecido. Pienso que es una
lástima que no viva siempre junto al mar. Yo creo que debería dejar Uppercross
para siempre y fijar su residencia en Lyme. ¿No le parece, Ana? ¿No cree usted,
como yo, que sería lo mejor que podría hacer, tanto para él como para Mrs.
Shirley? El tiene primos aquí, y muchos conocidos que harían la estadía de ella
muy animada, y estoy segura de que ella estaría contenta de vivir en un lugar
donde puede tener a mano los cuidados médicos en caso de volver a enfermar.
En verdad, creo que es muy triste que personas excelentes como el doctor y su
señora, que han pasado toda su vida haciendo el bien, gasten sus últimos días
en un lugar como Uppercross, donde, aparte de nuestra familia, están alejados
del mundo. Me gustaría que sus amigos le propusieran esto al doctor: en realidad
creo que deberían hacerlo. En cuanto a obtener una licencia, creo que no
habría dificultad, dados su edad y su carácter. Mi única duda es que algo pueda
persuadirlo a abandonar su parroquia. ¡Es tan severo y escrupuloso! Demasiado
escrupuloso, en realidad. ¿No piensa usted lo mismo, Ana? ¿No cree usted que
es un error que un clérigo sacrifique su salud por deberes que podrían ser
igualmente bien cumplidos por otra persona? Por otra parte, estando en Lyme a
una distancia de diecisiete millas, podría oír de inmediato las noticias de
cualquier irregularidad que sobreviniere.
Ana sonrió más de una vez para sí misma al oír estas palabras, y se interesó
en el tema procurando ayudar a la joven como antes lo había hecho con
Benwick, aunque en este caso la ayuda era sin importancia, pues ¿qué podía
ofrecer que no fuera un asentimiento general? Dijo todo lo que era razonable y
propio al respecto; estuvo de acuerdo en que el doctor Shirley necesitaba reposo;
comprendió cuán deseable era que tomara los servicios de algún joven
activo y respetable como párroco, y fue tan cortés que insinuó la ventaja de que
el dicho párroco estuviese casado.
-Me gustaría -dijo Enriqueta, muy halagada por su compañera-, me gustaría
que Lady Russell viviera en Uppercross y fuera amiga del doctor Shirley. He
oído decir que Lady Russell es una mujer que influye fuertemente sobre todo el
mundo. La considero una persona capaz de persuadir a cualquiera. Le temo, por
ser tan inteligente, pero la respeto muchísimo, y me gustaría tenerla como vecina en Uppercross.
A Ana le causó gracia el agradecimiento de Enriqueta, y que el curso de los
acontecimientos y de los nuevos intereses de la joven hubieran puesto a su
amiga en situación favorable con un miembro de la familia Musgrove; no tuvo
tiempo, sin embargo, más que para dar una respuesta vaga y desear que tal
mujer viviera en Uppercross, antes de que la charla fuera interrumpida por la
llegada de Luisa y el capitán Wentworth. Venían también a pasear antes del
desayuno, pero al recordar Luisa, de inmediato, que debía comprar algo en una
tienda, los invitó a volver al pueblo. Todos se pusieron a su disposición.
Al llegar a los peldaños por los que se bajaba hasta la playa encontraron a un
caballero que se preparaba en ese momento a bajar y que cortésmente se retiró
para cederles el paso. Subieron y lo dejaron atrás. Mas, al pasar, Ana observó
sus ojos, que la miraron con cierta respetuosa admiración, a la cual no fue ella insensible.
Tenía muy buen aspecto: sus facciones regulares y bonitas habían recobrado
la frescura de la juventud por obra del saludable aire, y sus ojos estaban muy
animados. Era evidente que el caballero -su aspecto así lo demostraba- la
admiraba muchísimo. El capitán Wentworth la miró en una forma que
evidenciaba haber notado el hecho. Fue una rápida mirada, una brillante mirada
que parecía decir: “El hombre está prendado de ti, y yo mismo, en este
momento, creo ver algo de la Ana Elliot de otrora”. Después de acompañar a
Luisa en su compra y pasear otro rato, regresaron a la posada, y al pasar Ana
de su dormitorio al comedor, casi atropelló al mismo caballero de la playa, que
salía en ese momento de un departamento contiguo. En un principio había
pensado ella que era un forastero como ellos, suponiendo además que un
muchacho de buena apariencia, que habían encontrado arguyendo en las dos
posadas que recorrieron, debía ser su criado. El hecho de que tanto el amo
como el presunto criado llevaran luto parecía corroborar la idea. Era ahora un
hecho que se alojaba en la misma posada que ellos; esté segundo encuentro,
pese a su brevedad, probó asimismo, por las miradas del caballero, que
encontraba a Ana encantadora, y por la prontitud y propiedad de sus maneras al
excusarse, que se trataba de un verdadero caballero. Representaba unos treinta
años, y aunque no puede decirse que fuera hermoso, su persona era sin duda
agradable. Ana comprendió que le agradaría saber de quién se trataba.
Acababan de terminar el almuerzo, cuando el ruido de un coche (el primero
que habían escuchado desde su llegada a Lyme) atrajo a todos hacia la ventana.
-Era el coche de un caballero, un cochecillo, -comentó un huésped-, que venía
desde el establo a la puerta principal. Alguien que se marcha seguramente. Lo
conducía un criado vestido de luto.
La palabra “cochecillo” despertó la curiosidad de (arios Musgrove, que en el
acto deseó comparar aquel coche con el suyo. l As palabras “un criado de luto”
atrajeron la atención de Ana, y así, los seis se encontraban en la ventana en el
momento que el dueño del coche, entre los saludos y cortesías de la
servidumbre, tomó su puesto para conducirlo.
-¡Ah! -exclamó el capitán Wentworth, y mirando de reojo a Ana, arguyó-: es el
hombre con quien nos hemos cruzado.
Las señoritas Musgrove convinieron en ello; todos miraron el coche hasta que
desapareció tras la colina, y luego volvieron a la mesa. El mozo entró en la habitación poco después.
-Haga usted el favor -dijo el capitán Wentworth-, ¿podría decirnos quién es el
caballero que acaba de partir?
-Sí, señor, es un tal Mr. Elliot, un caballero de gran fortuna. Llegó ayer
procedente de Sidmouth; posiblemente habrán ustedes oído el coche mientras
se encontraban cenando. Iba ahora hacia Crewherne, camino de Bath y Londres.
-¡Elliot! -Se miraron unos a otros y todos repitieron el nombre, antes de que
este relato terminara, pese a la rapidez del mozo.
-¡Dios mío! -exclamó María-. ¡Este Mr. Elliot debe ser nuestro primo, no cabe
duda! Carlos, Ana, ¿no les parece a ustedes así? De luto, tal como debe estar.
¡Es extraordinario! ¡En la misma posada que nosotros! Ana, ¿este mister Elliot
no es el próximo heredero de mi padre? Haga usted el favor -dirigiéndose al
mozo-, ¿no ha oído a su criado decir si pertenecía a la familia Kellynch?
-No, señora; no ha mencionado ninguna familia determinada. Pero el criado
dijo que su amo era un caballero muy rico y que sería barón algún día.
-¡Eso es! -exclamó María extasiada-. Tal como lo he dicho. ¡El heredero de Sir
Walter Elliot! Ya sabía yo que llegaríamos a saberlo. Es en verdad una
circunstancia que los criados se encargarán de difundir por todas partes. ¡Ana,
imagina qué extraordinario! Me hubiera agradado mirarlo más detenidamente.
Me hubiera agradado saber a tiempo de quién se trataba para poder ser
presentados. ¡Es en verdad una lástima que no hayamos sido presentados!
¿Les parece a ustedes que tiene el aspecto de la familia Elliot? Me sorprende
que sus brazos no me hayan llamado la atención. Pero la gran capa ocultaba
sus brazos; si no, estoy cierta de que los hubiera observado. Y la librea también.
Si el criado no hubiera estado de luto lo habríamos reconocido por la librea.
-Considerando todas estas circunstancias -dijo el capitán Wentworth-,
debemos creer- que fue la mano de la naturaleza la que impidió que fuésemos
presentados a su primo.
Cuando pudo llamar la atención de María, Ana serenamente trató de
convencerla de que su padre y mister Elliot, por largos años, no habían estado
en tan buenas relaciones como para hacer deseable una presentación.
Sentía al mismo tiempo la satisfacción de haber visto a su primo y de saber
que el futuro dueño de Kellynch era sin discusión un caballero y daba la
impresión de poseer buen sentido. Bajo ninguna circunstancia mencionaría que
lo había encontrado por segunda vez. A Dios gracias, María no había intentado
ninguna aproximación en su primer encuentro, pero era indiscutible que no
estaría conforme con su segundo encuentro, en el cual Ana había huido casi del
corredor, recibiendo sus excusas mientras que María no había tenido ocasión de
estar cerca de él. Sí: aquella entrevista debía quedar secreta.
-Naturalmente -dijo María-, deberás mencionar nuestro encuentro con Mr. Elliot
la próxima vez que escribas a Bath. Mi padre debe saberlo. Cuéntale todo.
Ana no respondió nada, porque se trataba de una circunstancia que creía no
sólo innecesaria de ser comunicada, sino que no debía mencionarse para nada.
Bien sabía la ofensa que varios años atrás había recibido su padre. Sospechaba
la parte que Isabel había compartido en esto. Y, por otra Parte, la sola idea de
mister Elliot siempre causaba desagrado a los dos. María jamás escribía a Bath;
la tarea de mantener una insatisfactoria correspondencia con Isabel recaía sobre Ana.
Hacía ya largo rato que habían terminado de desayunar cuando se les
reunieron el capitán Harville, su esposa y el capitán Benwick, con quienes
habían convenido dar un último recorrido a Lyme. Pensaban partir para
Uppercross alrededor de la una, y mientras la hora llegaba pasearían todos juntos al aire libre.
Ana encontró al capitán Benwick, aproximándosele tan pronto como estuvieron
en la calle. Su conversación de la velada precedente lo predisponía a buscar la
compañía de ella nuevamente. Y marcharon juntos por cierto tiempo,
conversando como la vez anterior de Mr. Scott y Lord Byron, y como la vez
anterior, al igual que muchos otros lectores, no se hallaron capaces de discernir
exactamente los méritos de uno y otro, hasta que un cambio general en la
partida de caminantes trajo a Ana al lado del capitán Harville.
-Miss Elliot -dijo éste hablando en voz más bien baja-, ha hecho usted un gran
bien haciendo conversar tanto a este pobre muchacho. Desearía que pudiese
disfrutar de su compañía más a menudo. Es muy malo para él estar siempre
solo, pero ¿qué podemos hacer nosotros? No podemos, por otra parte, separamos de él.
-Lo comprendo -dijo Ana-. Pero con el tiempo… bien sabe usted qué gran
influencia tiene el tiempo sobre cualquier aflicción… Y no debe olvidar, capitán
Harville, que nuestro amigo hace poco tiempo que guarda luto… Creo que
sucedió el último verano, ¿no es así?
-Así es; en junio… -dijo dando un profundo suspiro.
-Y es posible que haga menos tiempo aún que él lo supo… -Lo supo en la
primera semana de agosto, cuando volvió del Cabo, en el Grappler. Yo estaba
en Plymouth y temía encontrarlo. El envió cartas pero el Grappler debía ir a
Portsmouth. Hasta allí debieron llegarle las noticias, ¿pero quién se hubiera
atrevido a decírselo cara a cara? Yo no. Hubiera preferido ser colgado. Nadie
hubiese podido hacerlo, con excepción de ese hombre -señaló al capitán
Wentworth-. El Laconia había llegado a Plymouth la semana anterior, y no iba a
ser mandado a la mar nuevamente. El había aprovechado la ocasión para descansar.
“Escribió pidiendo licencia, pero sin esperar la respuesta, cabalgó día y noche
hasta Portsmouth, se precipitó en el Grappler y no abandonó _ al desdichado
joven desde aquel instante por espacio de una semana. ¡Ningún otro hubiera
podido salvar al pobre James! Ya puede usted imaginar, miss Elliot, cuánto lo estimamos por esto.
Ana parecía un poco confusa, y respondió según se lo permitieron sus
sentimientos, o mejor dicho, lo que él podía soportar, puesto que el asunto era
para él tan doloroso que no pudo continuar con el mismo tema, y cuando volvió
a hablar, lo hizo refiriéndose a otra cosa.
Mrs. Harville, juzgando que su esposo habría caminado bastante cuando
llegaran a casa, dirigió al grupo en lo que había de ser su último paseo.
Deberían acompañar al matrimonio hasta la puerta de su residencia, y luego
regresar y preparar la partida. Según calcularon, tenía tiempo justo para todo
eso; pero cuando llegaron cerca de Cobb sintieron un deseo unánime de
caminar por allí una vez más. Estaban tan dispuestos, y Luisa mostró pronto
tanta determinación, que juzgaron que un cuarto de hora más no haría gran
diferencia. Así, pues, con todo el pesar e intercambio de promesas e invitaciones
imaginables se separaron del capitán y de la señora Harville en su misma
Puerta; y, acompañados por el capitán Benwick, que parecía querer estar con
ellos hasta el final, se encaminaron a dar un verdadero adiós a Cobb.
Ana se encontró una vez más junto al capitán Benwick. Los oscuros mares
azules de Lord Byron volvían con el panorama, y así Ana, de buena voluntad,
prestó al joven cuanta atención le fue posible, porque pronto ésta fue
forzosamente distraída en otro sentido.
Había demasiado viento para que la parte alta de Cobb resultase agradable a
las señoras, y convinieron en descender a la parte baja, y todos estuvieron
contentos de pasar rápida y quietamente bajo el escarpado risco, todos menos
Luisa. Debió ser ayudada a saltar allí por el capitán Wentworth. En todos los
paseos que habían hecho, él debió ayudarla a saltar los peldaños y la sensación
era deliciosa para ella. La dureza del pavimento amenazaba esta vez lastimar
los pies de la joven, y el capitán temía esto vagamente. Sin embargo, la esperó
mientras saltaba y todo sucedió a la perfección, tanto que, para mostrar su
contento, ella trepó otra vez de inmediato para saltar otra vez. El la previno,
temiendo que la sacudida resultase muy violenta, pero razonó y habló en vano;
ella sonrió y dijo: “Quiero y lo haré”. El tendió pues los brazos para recibirla, pero
Luisa se apresuró la fracción de un segundo y cayó como muerta sobre el pavimento de la baja Cobb.
No había herida ni sangre visibles, pero sus ojos estaban cerrados, no se
escuchaba su respiración, y su semblante parecía el de un muerto. ¡Con qué horror la contemplaron todos!
El capitán Wentworth, que la había levantado, se arrodilló con ella en sus
brazos, mirándola con un rostro tan pálido como el de ella, en su agonía silenciosa.
-¡Está muerta!, ¡está muerta! -gritó María abrazando a su esposo y
contribuyendo con su propio horror a mantenerlo inmóvil de espanto. Enriqueta,
desmayándose ante la idea de su hermana muerta, hubiera caído también al
pavimento de no impedirlo Ana y el capitán Benwick, que la sostuvieron a tiempo.
-¿No hay quién pueda ayudarme? -fueron las primeras palabras del capitán
Wentworth, en tono desesperado y como si hubiera perdido toda su fuerza.
-¡Acudan a él! -gritó Ana-. ¡Por el amor de Dios, acudan a él! -Dirigiéndose a
Benwick-: Yo puedo sostenerla. Déjeme y vaya a él. Frótenle las manos, los
miembros; aquí hay sales, tómelas usted, tómelas.
El capitán Benwick obedeció y Carlos, librándose de su esposa, acudió al
mismo tiempo. Luisa fue levantada entre todos, y todo lo que Ana indicó se hizo,
pero en vano. El capitán Wentworth, apoyándose contra el muro, exclamaba en la más amarga consternación:
-¡Oh, Dios! ¡Su padre y su madre!
-¡Un cirujano! -dijo Ana.
El escuchó la palabra y su ánimo pareció renacer de pronto, diciendo solamente:
-¡Un cirujano, eso es, un cirujano!
Se dispuso a partir, cuando Ana sugirió:
-¿No será mejor que vaya el capitán Benwick? El sabe dónde encontrar un cirujano.
Cualquiera capaz de pensar en aquellos momentos había comprendido la
ventaja de la idea, y al instante (todo esto pasaba vertiginosamente) el capitán
Benwick había soltado en brazos del hermano la pobre figura desmayada y
partía a la ciudad a toda prisa.
En cuanto a los que quedaron, con dificultad podría decirse de los que
conservaban sus sentidos, quién sufría más, si el capitán Wentworth, Ana o
Carlos, quien siendo en verdad un hermano cariñoso, sollozaba amargamente y
no podía apartar los ojos de sus dos hermanas más que para encontrar la
desesperación histérica de su esposa, quien reclamaba de él consuelo que no podía prestarle.
Ana, atendiendo con toda su fuerza, celo e instintos a Enriqueta, trataba aún a
intervalos, de animar a los otros, tranquilizando a María, animando a Carlos,
confortando al capitán Wentworth. Ambos parecían contar con ella para cualquier decisión.
-¡Ana!, ¡Ana! -clamaba Carlos-, ¿qué debemos hacer después? Por Dios, ¿qué debemos hacer?
Los ojos del capitán Wentworth estaban también vueltos a ella.
-¿No es mejor llevarla a la posada? Sí, llevémosla suavemente hasta la posada.
-Sí, sí, a la posada -repitió el capitán Wentworth, algo aliviado, y deseoso de
hacer algo-. Yo la llevaré, Musgrove, encárguese usted de los demás.
Por entonces, el rumor del accidente había corrido entre los pescadores y
boteros de Cobb,, y muchos se habían acercado a ofrecer sus servicios, o a
disfrutar de la vista de una joven muerta, mejor dicho, de dos jóvenes muertas,
que eso parecían, lo que por cierto era una cosa poco usual, digna de ser vista y
repetida. A los que tenían mejor aspecto les fue confiada Enriqueta, quien, a
pesar de haber vuelto algo en sí, no era aún capaz de caminar sin apoyo. Así,
con Ana a su lado y Carlos atendiendo a su esposa, se pusieron en marcha con
sentimientos inenarrables, sobre el mismo camino por el que hacía tan poco,
¡tan poco!, habían pasado con el corazón rebosante.
No habían salido de Cobb, cuando los Harville se les reunieron. Habían visto
pasar a toda prisa al capitán Benwick con un rostro descompuesto, y habían sido
informados de todo mientras se encaminaban al lugar. No obstante la
conmoción, el capitán Harville conservaba sus nervios y su sentido común, que
desde luego se volvían inapreciables en el momento. Una mirada cambiada
entre él y su esposa resolvió lo que debía hacerse. La llevarían a casa de ellos –
todos debían ir a su casa- y esperar allí la llegada del doctor. No querían oír
ninguna excusa; fueron obedecidos. Luisa fue llevada arriba siguiendo las
indicaciones de la señora Harville, quien le proporcionó su propio lecho, su
asistencia, medicinas y sales, mientras su esposo proporcionaba calmantes a los demás.
Luisa había abierto una vez los ojos, pero volvió a cerrarlos; parecía del todo
inconsciente. Esta prueba de vida había sido, sin embargo, útil a su hermana.
Enriqueta, absolutamente incapaz de permanecer en el mismo cuarto con Luisa,
entre el miedo y la esperanza, no podía recobrar sus sentidos. María, por su
parte, parecía calmarse poco a poco.
El médico llegó antes de lo que parecía posible. Todos sufrieron horrores
mientras duró el examen, pero el cirujano no perdió la esperanza. La cabeza
había recibido una seria contusión, pero había visto contusiones más graves que
no habían resultado fatales; en modo alguno parecía descorazonado: hablaba confiadamente.
Nadie se había atrevido a concebir un desenlace que no fuese desgraciado.
De allí la dicha profunda y silenciosa experimentada por todos, después de dar gracias al cielo.
El tono y la mirada con que el capitán Wentworth dijo: “¡A Dios gracias!”, fueron
algo que Ana jamás olvidaría. Tampoco habría de olvidar cuando, más tarde,
con los brazos cruzados sobre la mesa, como vencido por sus emociones,
parecía querer calmarse por medio de la oración y la reflexión.
Los miembros de Luisa estaban a salvo; sólo la cabeza había sido dañada. Era
el momento, entonces, de pensar qué convenía hacer para resolver la situación
general planteada. Podían ahora hablar y consultarse. Que Luisa debía
quedarse allí, a pesar de la molestia que experimentaban todos de abusar de los
Harville, era algo que no admitía dudas. Llevársela era imposible. Los Harville
silenciaron todo escrúpulo, y, en cuanto les fue posible, toda gratitud. Habían
preparado y arreglado todo antes que los demás tuvieran tiempo de pensar. El
capitán Benwick les dejaría su habitación y conseguiría una cama en cualquier
parte; todo estaba arreglado. El único problema era que la casa no podía
albergar a más gente. Sin embargo, “poniendo a los niños en la habitación de la
criada” o “colgando una cortina de alguna parte”, podían albergarse dos a tres
personas si es que deseaban quedarse. En cuanto a la asistencia de la señorita
Musgrove, no debía haber ningún reparo en dejarla enteramente bajo el cuidado
de la señora Harville, quien era una enfermera experimentada, y también lo era
su criada, quien la había acompañado a muchos sitios y estaba a su servicio
desde hacía tiempo. Entre las dos la atenderían día y noche. Todo esto fue
dicho con verdad y sinceridad irresistibles.
Carlos, Enriqueta y el capitán Wentworth consultaban algo entre ellos:
Uppercross, la necesidad de que alguien vaya a Uppercross… dar las noticias…,
la sorpresa de los señores Musgrove a medida que el tiempo pasaba sin verlos
llegar…, el haber tenido que partir hacía una hora…, la imposibilidad de estar allí
a una hora razonable… Al principio no podían más que exclamar, pero después
de un rato dijo el capitán Wentworth:
-Debemos decidirnos ahora mismo. Todo minuto es precioso. Alguien debe ir a
Uppercross; Musgrove, usted o yo debemos ir.
Carlos asintió, pero declaró que no deseaba ir. Molestaría lo menos posible a
los señores Harville, pero de ninguna manera deseaba o podía abandonar a su
hermana en ese estado. Así lo había decidido; Enriqueta, por su parte, declaró lo
mismo. Sin embargo, muy pronto se la hizo cambiar de idea. ¡La inutilidad de su
estadía!… ¡Ella, que no había sido capaz de permanecer en la habitación de
Luisa, o mirarla, con aflicciones que la tornaban inútil para cualquier ayuda
eficaz! Se la obligó a reconocer que no podía hacer nada bueno. Pese a ello no
quería partir hasta que se le recordó a sus padres; consintió entonces, deseosa de volver a casa.
Ya estaba el plan arreglado, cuando Ana, volviendo en silencio del cuarto de
Luisa, no pudo menos que oír lo que sigue, porque la puerta de la sala estaba abierta:
-Está, pues, arreglado, Musgrove -decía el capitán Wentworth-, usted se
quedará aquí y yo acompañaré a su hermana a casa. La señora Musgrove,
naturalmente, deseará volver junto a sus hijos. Para ayudar a la señora Harville
no es necesario más que una persona, y si Ana quiere quedarse, nadie es más
capaz que ella en estas circunstancias.
Ana se detuvo un momento para reponerse de la emoción de oírse nombrar.
Los demás asintieron calurosamente las palabras del capitán, y entonces entró Ana.
-Usted se quedará, estoy seguro -exclamó él-, se quedará y la cuidará. -Se
había vuelto a ella y le hablaba con una viveza y una gentileza tales que
parecían pertenecer al pasado. Ana se sonrojó intensamente, y él,
recobrándose, se alejó. Ella manifestó al punto su voluntad de quedarse. Era lo
que había pensado. Una cama en el cuarto de Luisa, si la señora Harville
deseaba tomarse la molestia, era cuanto se precisaba.
Un punto más y todo estaría arreglado. Lo más probable era que los señores
Musgrove estuvieran alarmados ya por la tardanza, y como el tiempo que
demorarían en llevarlos de vuelta los caballos de Uppercross sería demasiado
largo, convinieron entre el capitán Wentworth y Carlos Musgrove que sería mejor
que el primero tomase un coche en la posada y dejase el carruaje y los caballos
del señor Musgrove hasta la mañana siguiente, cuando además se pudieran
enviar nuevas noticias del estado de Luisa.
El capitán Wentworth se apresuraba por- su parte en arreglar todo, y las
señoras pronto hicieron lo mismo. Sin embargo, cuando María supo del plan, la
paz terminó. Se sentía terriblemente ultrajada ante la injusticia de querer enviarla
de vuelta y dejar a Ana en el puesto que le correspondía a ella. Ana, que no era
parienta de Luisa mientras que ella era su hermana, y le correspondía el
derecho de permanecer allí en el lugar que debía ser de Enriqueta. ¿Por qué no
había de ser ella tan útil como Ana? ¡Tener que volver a casa, y, para colmo, sin
Carlos…, sin su esposo! ¡No, aquello era demasiado poco bondadoso! Al poco
rato había dicho más de lo que su esposo podía soportar, y como desde el
momento que él abandonaba el plan primitivo nadie podía insistir, el reemplazo
de Ana por María se hizo inevitable.
Ana jamás se había sometido de más mala gana a los celos y malos juicios de
María, pero así debía hacerse. El capitán Benwick, acompañándola a ella y
Carlos a su hermana, partieron en dirección al pueblo. Recordó por un momento,
mientras se alejaban, las escenas que los mismos parajes habían contemplado
durante la mañana. Allí había oído ella los proyectos de Enriqueta para que el
doctor Shirley dejase Uppercross; allí había visto la primera vez a Mr. Elliot; todo
ahora desaparecía ante Luisa, para aquellos que se vieran envueltos en su accidente.
El capitán Benwick era muy atento con Ana y, unidos por las angustias
pasadas durante el día, ella sentía inclinación hacia él y hasta cierta satisfacción
ante el pensamiento de que ésta era quizás una ocasión de estrechar su conocimiento.
El capitán Wentworth los esperaba, y un coche para cuatro, estacionado para
mayor comodidad en la parte baja de la calle, estaba también allí. Pero su
sorpresa ante el cambio de una hermana por la otra, el cambio de su fisonomía,
lo atónito de sus expresiones, mortificaron a Ana, o mejor dicho, la convencieron
de que tenía valor solamente en aquello en que podía ser útil a Luisa.
Procuró aparecer tranquila y ser justa. Sin los sentimientos de una Ema por su
Enrique, hubiera atendido a Luisa con un celo más allá de lo común, por afecto a
él; esperaba que no fuera injusto al suponer que ella abandonaba tan rápidamente los deberes de amiga.
Entre tanto ya estaba en el coche. Las había ayudado a subir y se había
colocado entre ellas. De esta manera, en estas circunstancias, llena de sorpresa
y de emoción, Ana dejó Lyme. Cómo transcurriría el largo viaje, en qué ánimo
estarían, era algo que ella no podía prever. Sin embargo, todo pareció natural. El
hablaba, siempre con Enriqueta, volviéndose hacia ella para atenderla o
animarla. En general, su voz y sus maneras parecían estudiadamente tranquilas.
Evitar agitaciones a Enriqueta parecía lo principal. Sólo una vez, cuando
comentaba ésta el desdichado paseo a Cobb, lamentando haber ido allí, pareció
dejar libres sus sentimientos:
-No diga nada, no hable usted de ello -exclamó-. ¡Oh, Dios, no debí haberla
dejado en el fatal momento seguir su impulso! ¡Debí cumplir con mi deber! ¡Pero
estaba tan ansiosa y tan resuelta! ¡Querida, encantadora Luisa!
Ana se preguntó si no pensaría él que muchas veces vale más un carácter
persuasivo que la firmeza de un carácter resuelto.
Viajaban a toda velocidad. Ana se sorprendió de encontrar tan pronto los
mismos objetos y colinas que suponía más distantes. La rapidez de la marcha y
el temor al final del viaje hacían parecer el camino mucho más corto que el día
anterior. Estaba bastante oscuro, sin embargo, cuando llegaron a los
alrededores de Uppercross; habían guardado silencio por cierto tiempo.
Enriqueta se había recostado en el asiento con un chal sobre su rostro, llorando
hasta quedarse dormida. Cuando ascendían por la última colina, el capitán
Wentworth habló a Ana. Dijo con voz recelosa:
-He estado pensando lo que nos conviene hacer. Ella no debe aparecer en el
primer momento. No podría soportarlo. Me parece que lo mejor es que se quede
usted en el coche con ella, mientras yo veo a los señores Musgrove. ¿Le parece
a usted una buena idea?
Ana asintió; él pareció satisfecho y no dijo más. Pero el recuerdo de que le
hubiera dirigido la palabra la hacía feliz; era una prueba de amistad, una
deferencia hacia su buen criterio, un gran placer. Y a pesar de ser casi una
despedida, el valor de la consulta no se desvanecía.
Cuando las inquietantes nuevas fueron comunicadas en Uppercross y los
padres estuvieron tan tranquilos como las circunstancias permitían, y la hija,
satisfecha de encontrarse entre ellos, Wentworth anunció su decisión de volver a
Lyme en el mismo coche. Cuando los caballos hubieron comido, partió.