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Capítulo 17

Persuasión – Jane Austen

Mientras Sir Walter e Isabel probaban fortuna en Laura Place, Ana renovaba una antigua y muy distinta relación.
Había visitado a su antigua institutriz y había sabido por ella que estaba en
Bath una antigua compañera que llamaba su atención por haber sido bondadosa
con ella en el pasado y que a la sazón era desdichada.
Miss Hamilton, por entonces Mrs. Smith, se había mostrado cariñosa con ella
en uno de esos momentos en que más se aprecia esta clase de gestos. Ana
había llegado muy apesadumbrada al colegio, acongojada por la pérdida de una
madre profundamente amada, extrañando su alejamiento de la casa y sintiendo,
como puede sentir una niña de catorce años, de aguda sensibilidad, en un caso
como ése. Y miss Hamilton, que era tres años mayor que ella, y que había
permanecido en el colegio un año más, debido a falta de parientes y hogar
estable, había sido servicial y amable con Ana, mitigando su pena de una manera que jamás podría olvidarse.
Miss Hamilton había dejado el colegio, se había casado poco después, según
se decía, con un hombre de fortuna, siendo esto todo lo que Ana sabía de ella,
hasta que el relato de su institutriz le hizo ver la situación de una manera muy diferente.
Era viuda y pobre; su esposo había sido extravagante y, a su muerte, acaecida
dos años antes, había dejado sus asuntos bastante embrollados. Había tenido
serias dificultades y, sumada a tales inconvenientes, una fiebre reumática que le
atacó las piernas la había convertido en una momentánea inválida. Había
llegado a Bath por tal motivo, y se alojaba cerca de los baños calientes, viviendo
de una manera muy modesta, sin poder pagar siquiera la comodidad de una
sirvienta, y claro está, casi al margen de toda sociedad.
La amiga de ambas garantizó la satisfacción que una visita de Miss Elliot daría
a Mrs. Smith, y Ana, por lo mismo, no tardó en hacerla. Nada dijo de lo que
había oído y de lo que pensaban en su casa. No despertaría allí el interés que
debía. Solamente consultó a Lady Russell, quien comprendió perfectamente sus
sentimientos, y tuvo el placer de llevarla lo más cerca posible del domicilio de Mrs. Smith en Westgate.
Se hizo la visita, se restablecieron las relaciones, su interés fue recíproco. Los
primeros diez minutos fueron embarazosos y emocionantes. Doce años habían
transcurrido desde su separación, y cada una era una persona distinta de la que
la otra imaginaba. Doce años habían convertido a Ana, de la floreciente y
silenciosa niña de quince años, en una elegante mujer de veintisiete, con todas
las bellezas salvo la lozanía y con modales tan serios como gentiles; y doce
años habían hecho de la bonita y ya crecida miss Hamilton, entonces en todo el
apogeo de la salud y la confianza de su superioridad, una pobre, débil y abandonada
viuda, que recibía la visita de su antigua protegida como un favor. Pero
todo lo que fue ingrato en el encuentro pasó bien pronto y sólo quedó el encanto
de recordar y hablar sobre los tiempos idos.
Ana encontró en Mrs. Smith el buen juicio y las agradables maneras de las que
casi no podía prescindir, y una disposición para conversar y para ser alegre, que
realmente la sorprendieron. Ni las disipaciones del pasado -había vivido mucho
en el mundo-, ni las restricciones del presente, ni la enfermedad ni el pesar
parecían haber embotado su corazón o arruinado su espíritu.
En el curso de una segunda visita habló con gran franqueza y el asombro de
Ana aumentó. Difícilmente puede imaginarse una situación menos agradable
que la de Mrs. Smith. Había amado mucho a su esposo y lo había visto morir.
Había conocido la opulencia; ya no la tenía. No tenía hijos para estar por ellos
unida a la vida y a la felicidad; no tenía parientes que la ayudaran en el arreglo
de embrollados negocios, y tampoco tenía salud que hiciera todo esto más
llevadero. Sus habitaciones eran una ruidosa salita y un sombrío dormitorio
detrás. No podía trasladarse de una a otro sin ayuda, y no había más que una
criada en la casa para este menester. Jamás salía de la casa que no fuera para
ser llevada a los baños calientes. Pese a esto, Ana no se equivocaba al creer
que tenía momentos de tristeza y abatimiento en medio de horas ocupadas y
alegres. ¿Cómo podía ser esto? Ella vigiló, observó, reflexionó y finalmente
concluyó que no se trataba nada más que de un caso de fortaleza o resignación.
Un espíritu sumiso puede ser paciente; un fuerte entendimiento puede dar
resolución, pero aquí había algo más; aquí había ligereza de pensamiento,
disposición para consolarse; poder de transformar rápidamente lo malo en
bueno y de interesarse en todo lo que venía como un don de la naturaleza, lo
que la mantenía olvidada de sí misma y de sus pesares. Era éste el don más
escogido del cielo, y Ana vio en su amiga uno de esos maravillosos ejemplos
que parecen servir para mitigar cualquier frustración.
En un tiempo -le informó Mrs. Smith-, su espíritu había flaqueado. No podía
llamarse a la sazón inválida, comparando su estado con aquel en que estaba
cuando llegó a Bath. Entonces era realmente un objeto digno de compasión,
porque había cogido frío en el viaje y apenas había tomado posesión de su
alojamiento cuando se vio confinada al lecho presa de fuertes y constantes dolores.
Todo esto entre extraños, necesitando una enfermera y no pudiendo
procurársela por sus apremios económicos. Lo había soportado, sin embargo, y
podía afirmar que realmente había mejorado. Había aumentado su bienestar al
sentirse en buenas manos. Conocía mucho del mundo para esperar interés en
alguna parte, pero su enfermedad le había probado la bondad de la patrona del
alojamiento; tuvo además la suerte de que la hermana de la patrona, enfermera
de profesión y siempre en casa cuando sus obligaciones se lo permitían, estuvo
libre en los momentos en que ella necesitó asistencia. “Además de cuidarme admirablemente
-decía Mrs. Smith- me enseñó cosas valiosísimas. En cuanto pude
utilizar mis manos, me enseñó a tejer, lo que ha sido un gran entretenimiento.
Me enseñó a hacer esas cajas para guardar agujas, alfileteros, tarjeteros, en las
que me encontrará usted siempre ocupada, y que me permite los medios de ser
útil a una o dos familias pobres de la vecindad. Debido a su profesión, conoce
mucho a la gente; conoce a los que pueden comprar, y dispone de mi
mercadería. Siempre escoge el momento oportuno. El corazón de todos se abre
tras haber escapado de grandes dolores y adquirido nuevamente la bendición de
la salud, y la enfermera Rooke sabe bien cuándo es el momento de hablar. Es
una mujer inteligente y sensible. Su profesión le permite conocer la naturaleza
humana, y tiene una base de buen sentido y don’ de observación que la hacen
como compañía infinitamente superior a la de muchas gentes que han recibido
`la mejor educación del mundo’, pero que no sabe en realidad nada. Llámelo
usted chismes, si así le parece, pero cuando la enfermera Rooke viene a pasar
una hora conmigo siempre tiene algo útil y entretenido que contarme; algo que
hace pensar mejor de la gente. Uno desea enterarse de lo que pasa, estar al
tanto de las nuevas maneras de ser trivial y tonto que se usan en el mundo. Para
mí, que vivo tan sola, su conversación es un regalo.”
Ana, deseando conocer más acerca de este placer, dijo:
-Lo creo. Mujeres de esta clase tienen muchas oportunidades, y si son
inteligentes, debe valer la pena escucharlas. ¡Tantas manifestaciones de la naturaleza
humana que tienen que conocer…! Y no únicamente de las tonterías
pueden aprender; también pueden ver cosas interesantes o conmovedoras.
¡Cuántos ejemplos verán de ardiente y desinteresada abnegación, de heroísmo,
de fortaleza, de paciencia, de resignación…! Todo conflicto y todo sacrificio nos
ennoblecen. El cuarto de un enfermo podría llenar el mejor de los volúmenes.
-Sí -dijo, dudosa, Mrs. Smith-, alguna vez sucede, aunque la mayoría de las
veces los casos que esta mujer ve no son tan elevados como usted supone.
Alguna vez la naturaleza humana puede mostrarse grande en los momentos de
prueba, pero suelen primar las debilidades y no la fuerza en la habitación de un
enfermo. Son el egoísmo y la impaciencia más que la generosidad y la fortaleza
los que se ven allí. ¡Tan infrecuente es la verdadera amistad en el mundo! Y por
desdicha -hablando bajo y trémulo-, ¡hay tantos que olvidan pensar con seriedad hasta que es demasiado tarde…!
Ana comprendió la dolorosa miseria de estos sentimientos. El marido no había
sido lo que debía, y había dejado a la esposa entre aquella gente que ocupa un
peor lugar en el mundo del que merecen. Ese momento de emoción fue sin embargo,
pasajero. Mrs. Smith se repuso y continuó en tono inalterable:
-Dudo que la situación que tiene en el presente mi amiga Mrs. Rooke sirva de
mucho para entretenerme o enseñarme algo. Atiende a la señora Wallis de
Marlborough, según creo una mujer a la moda, bonita, tonta, gastadora, y,
naturalmente, nada podrá contarme sobre encajes y fruslerías. Sin embargo,
quizá, yo pueda sacar algún beneficio de Mrs. Wallis. Tiene mucho dinero, y
pienso que podrá comprarme todas las cosas caras que tengo ahora entre manos.
Ana visitó varias veces a su amiga antes de que en Camden Place
sospecharan su existencia. Finalmente se hizo necesario hablar de ella. Sir
Walter, Isabel y Mrs. Clay volvían un día de Laura Place con una invitación de la
señora Dalrymple para la velada, pero Ana estaba ya comprometida a ir a
Westgate. Ella no lamentaba excusarse. Habían sido invitados, no le cabía duda,
porque Lady Dalrymple, a quien un serio catarro mantenía en casa, pensaba
utilizar la amistad de los que tanto la habían buscado. Así, pues, Ana se negó
rápidamente: “He prometido pasar la velada con una antigua compañera”. No les
interesaba nada que se relacionase con Ana, sin embargo hicieron más que
suficientes preguntas para enterarse de quién era esta antigua condiscípula.
Isabel manifestó desdén, y Sir Walter se puso severo.
-¡Westgate! -exclamó-. ¿A quién puede miss Ana Elliot visitar en Westgate? A
Mrs. Smith; una viuda llamada Mrs. Smith. ¿Y quién fue su marido? Uno de los
miles señores Smith que se encuentran en todas partes. ¿Qué atractivos tiene?
Que está vieja y enferma. Palabra de honor, miss Ana Elliot, que tiene usted
unos gustos notables. Todo lo que disgusta a otras personas: gente inferior,
habitaciones mezquinas, aire viciado, relaciones desagradables, son gratas para
usted. Pero tal vez podrás postergar la visita a esa señora. No está tan próxima
a morirse, según creo, que no puedas dejar la visita para mañana. ¿Qué edad tiene? ¿Cuarenta?
-No, señor; aún no tiene treinta y un años. Pero no creo que pueda dejar mi
compromiso porque es la única tarde en bastante tiempo que nos conviene a
ambas. Ella va a los baños calientes mañana, y nosotros, bien lo sabe usted,
hemos comprometido ya el resto de la semana.
-Pero, ¿qué piensa Lady Russell de esta relación? -preguntó Isabel.
-No ve en ella nada reprochable -repuso Ana-; ¡muy por el contrario, lo
aprueba! Casi siempre me ha llevado cuando he ido a visitar a Mrs. Smith.
-Westgate debe estar sorprendido de ver un coche rodando sobre su
pavimento -observó Sir Walter-. La viuda de Sir Henry Russell no tiene armas
que pintar, pero, pese a ello, es el suyo un hermoso coche, sin duda digno de
llevar a miss Elliot. ¡Una viuda de nombre Smith que vive en Westgate!… ¡Una
pobre viuda que escasamente tiene con qué vivir y de treinta o cuarenta años!
¡Una simple y común Mrs. Smith, el nombre de todos en todo el mundo, haber
sido elegida como amiga de miss Elliot y ser preferida por ésta a sus relaciones
de familia de la nobleza inglesa e irlandesa! Mrs. Smith; ¡vaya un nombre!
Mrs. Clay, que había presenciado toda la escena, juzgó prudente en ese
momento abandonar el cuarto, y Ana hubiera deseado hacer en defensa de su
amiga, algunos comentarios acerca de los amigos de ellos, pero el natural
respeto a su padre la contuvo. No contestó. Dejó que comprendiera él por sí
mismo que Mrs. Smith no era la única viuda en Bath entre treinta y cuarenta
años, con escasos medios y sin nombre distinguido.
Ana cumplió su compromiso; los demás cumplieron el de ellos, y, por
supuesto, debió oír, a la mañana siguiente, que habían pasado una velada
encantadora. Ella fue la única ausente; Sir Walter e Isabel no solamente se
habían puesto al servicio de su señoría, sino que habían buscado a otras
personas, molestándose en invitar a Lady Russell y a Mr. Elliot; y Mr. Elliot había
dejado temprano al coronel Wallis, y Lady Russell había finalizado temprano sus
compromisos para concurrir. Ana supo, por Lady Russell, todos los detalles
adicionales de la velada. Para Ana, lo más importante era la conversación
sostenida con Mr. Elliot, quien, habiendo deseado su presencia, estimó
comprensibles sin embargo las causas que le impidieron ir. Sus bondadosas y
compasivas visitas a su antigua condiscípula parecían haber encantado a Mr.
Elliot. Creía éste que ella era una joven extraordinaria; en sus maneras, carácter
y alma, un prototipo excelente de femineidad. Las alabanzas que de ella hacía
igualaban a las de Lady Russell, y Ana entendió claramente, por los elogios que
de ella hacía este hombre inteligente, lo que su amiga insinuaba en su relato.
Lady Russell tenía ya una opinión muy firme sobre mister Elliot. Estaba
convencida de su deseo de conquistar a Ana con el tiempo y no dudaba de que
la mereciera, y pensaba cuántas semanas tardaría él en estar libre de las
ataduras creadas por su viudez y luto, para poder valerse abiertamente de sus
atractivos para conquistar a la joven. No dijo a Ana tan claramente cómo veía
ella el asunto; solamente hizo unas pequeñas insinuaciones de lo que bien
pronto ocurriría, es decir, de que él se enamorase y de la conveniencia de tal
alianza y la necesidad de corresponderle. Ana la escuchó y no lanzó ninguna
exclamación violenta; se limitó a sonreír, se ruborizó y sacudió la cabeza suavemente.
-No soy casamentera, como tú bien sabes -dijo Lady Russell-, conociendo
como conozco la debilidad de todos los cálculos y determinación humanos. Sólo
digo que en caso que alguna vez Mr. Elliot se dirija a ti y tú lo aceptes, tendrán la
posibilidad de ser felices juntos. Será una unión deseada por todo el mundo,
pero, para mí será una unión feliz.
-Mr. Elliot es un hombre en extremo agradable, y en muchos aspectos tengo
una alta opinión de él -dijo Ana-, pero no creo que nos convengamos el uno al otro.
Lady Russell no dijo nada al respecto, y continuó:
-Desearía ver en ti a la futura Lady Elliot, la castellana de Kellynch, ocupando
la mansión que fuera de tu madre, ocupando el puesto de ésta con todos los
correspondientes derechos, la popularidad que tenía y todas sus virtudes. Esto
sería para mí una gran recompensa. Eres idéntica a tu madre, en carácter y en
físico y sería fácil volver a imaginarla a ella si tú ocupas su lugar, su nombre, su
casa; si presidieras y bendijeras el mismo sitio; solamente serías superior a ella
por ser más apreciada. Mi queridísima Ana, esto me haría más feliz que ninguna otra cosa en el mundo.
Ana se vio obligada a levantarse, a caminar hasta una mesa distante y
pretender ocuparse en algo para esconder los sentimientos que este cuadro
despertaba en ella. Por unos momentos su corazón y su imaginación estuvieron
fascinados. La idea de ser lo que su madre había sido, de tener el nombre
precioso de “Lady Elliot” revivido en ella, de volver a Kellynch, de llamarlo nuevamente
su hogar, su hogar para siempre, tenía para ella un encanto innegable.
Lady Russell no dijo nada más, dejando que el asunto se resolviera por sí solo y
pensando que Mr. Elliot no habría podido escoger mejor momento para hablar.
Creía, en una palabra, lo que Ana no. La sola imagen de Mr. Elliot trajo a la
realidad a Ana. El encanto de Kellynch y de “Lady Elliot” desapareció. Jamás
podría aceptarlo. Y no era sólo que sus sentimientos fueran sordos a todo
hombre con excepción de uno. Su claro juicio, considerando fríamente las
posibilidades, condenaba al señor Elliot.
Pese a conocerlo desde hacía más de un mes, no podía decir que supiera
mucho sobre su carácter. Que era un hombre inteligente y agradable, que
hablaba bien, que sus opiniones eran sensatas, que sus juicios eran rectos y
que tenía principios, todo esto era indiscutible. Ciertamente sabía lo que era
bueno y no podía encontrarle ella faltas en ningún aspecto de sus deberes
morales; pese a ello, no habría podido garantizar su conducta. Desconfiaba del
pasado, ya que no del presente. Los nombres de antiguos conocidos, mencionados
al pasar, las alusiones a antiguas costumbres y propósitos sugerían
opiniones poco favorables de lo que él había sido. Le era claro que había tenido
malos hábitos; los viajes del domingo habían sido cosa común; hubo un período
en su vida (y posiblemente nada corto) en el que había sido negligente en todos
los asuntos serios; y, aunque ahora pensara de otra manera, ¿quién podía
responder por los sentimientos de un hombre hábil, cauteloso, lo bastante
maduro como para apreciar un bello carácter? ¿Cómo podría asegurarse que
esta alma estaba en verdad limpia?
Mr. Elliot era razonable, discreto, cortés, pero no franco. No había tenido jamás
un arrebato de sentimientos, ya de indignación, ya de placer, por la buena o
mala conducta de los otros. Esto, para Ana, era una decidida imperfección. Sus
primeras impresiones eran perdurables. Ella apreciaba la franqueza, el corazón
abierto, ‘el carácter impaciente antes que nada. El calor y el entusiasmo aún la
cautivaban. Ella sentía que podía confiar mucho más en la sinceridad de
aquellos que en alguna ocasión podían decir alguna cosa descuidada o alguna
ligereza, que en aquellos cuya presencia de ánimo jamás sufría alteraciones, cuya lengua jamás se deslizaba.
Mr. Elliot era demasiado agradable para todo el mundo. Pese a los diversos
caracteres que habitaban la casa de su padre, él agradaba a todos. Se llevaba
muy bien, se entendía de maravillas con todo el mundo. Había hablado con ella
con cierta franqueza acerca de Mrs. Clay, había parecido comprender las
intenciones de esta mujer y había exteriorizado su menosprecio hacia ella; sin
embargo, mistress Clay estaba encantada con él.
Lady Russell, quizá por ser menos exigente que su joven amiga, no observaba
nada que pudiese inspirar desconfianza. No podía encontrar ella un hombre más
perfecto que Mr. Elliot, y su más caro deseo era verlo recibir la mano de su
querida Ana Elliot, en la capilla de Kellynch, el siguiente otoño.

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