Persuasión – Jane Austen
El señor Shepherd, abogado cauto y político, cualesquiera que fuesen su
concepto de Sir Walter y sus proyectos acerca del mismo, quiso que lo
desagradable le fuese propuesto por otra persona y se negó a dar el menor
consejo, limitándose a pedir que le permitieran recomendarles el excelente juicio
de Lady Russell, pues estaba seguro de que su proverbial buen sentido les
sugeriría las medidas más aconsejables, que sabía habrían de ser finalmente adoptadas.
Lady Russell se preocupó muchísimo por el asunto y les hizo muy graves
observaciones. Era mujer de recursos más reflexivos que rápidos y su gran
dificultad para indicar una solución en aquel caso provenía de dos principios
opuestos. Era muy íntegra y estricta y tenía un delicado sentido del honor; pero
deseaba no herir los sentimientos de Sir Walter y poner a resguardo, al mismo
tiempo, la buena fama de la familia; como persona honesta y sensata, su
conducta era correcta, rígidas sus nociones del decoro y aristocráticas sus ideas
acerca de lo que la alcurnia reclamaba. Era una mujer afable, caritativa y
bondadosa, capaz de las más sólidas adhesiones y merecedora por sus
modales de ser considerada como arquetipo de la buena crianza. Era culta,
razonable y mesurada; respecto del linaje abrigaba ciertos prejuicios y otorgaba
al rango y al concepto social una significación que llegaba hasta ignorar las
debilidades de los que gozaban de tales privilegios. Viuda de un sencillo hidalgo,
rendía justa pleitesía a la dignidad de baronet; y aparte las razones de antigua
amistad, vecindad solícita y amable hospitalidad, Sir Walter tenía para ella,
además de la circunstancia de haber sido el marido de su queridísima amiga y
de ser el padre de Ana y sus hermanas, el mérito de ser Sir Walter, por lo que
era acreedor a que se lo compadeciese y se lo considerase por encima de las
dificultades por las que atravesaba.
No tenían más alternativa que moderarse; eso no admitía dudas. Pero Lady
Russell ansiaba lograrlo con el menor sacrificio posible por parte de Isabel y de
su padre. Trazó planes de economía, hizo detallados y exactísimos cálculos,
llegando hasta lo que nadie hubiese sospechado: a consultar a Ana, a quien
nadie reconocía el derecho de inmiscuirse en el asunto. Consultada Ana e influida
Lady Russell por ella en alguna medida, el proyecto de restricciones fue
ultimado y sometido a la aprobación de Sir Walter. Todos los cambios que Ana
proponía iban destinados a hacer prevalecer el honor por encima de la vanidad.
Aspiraba a medidas rigurosas, a una modificación radical, a la rápida
cancelación de las deudas y a una absoluta indiferencia para todo lo que no fuese justo.
-Si logramos meterle a tu padre todo esto en la cabeza -decía Lady Russell
paseando la mirada por su proyecto- habremos conseguido mucho. Si se
somete a estas normas, en siete años su situación estará despejada. Ojalá
convenzamos a Isabel y a tu padre de que la respetabilidad de la casa de
Kellynch Hall quedará incólume a pesar de estas restricciones y de que la
verdadera dignidad de Sir Walter Elliot no sufrirá ningún menoscabo a los ojos
de la gente sensata, por obrar como corresponde a un hombre de principios. Lo
que él tiene que hacer se ha hecho ya o ha debido hacerse en muchas familias
de alto rango. Este caso no tiene nada de particular, y es la particularidad lo que
a menudo constituye la parte más ingrata de nuestros sufrimientos. Confío en el
éxito, pero tenemos que actuar con serenidad y decisión. Al fin y al cabo, el que
contrae una deuda no puede eludir pagarla, y aunque las convicciones de un –
caballero y jefe de familia como tu padre son muy respetables, más respetable es la condición de hombre honrado.
Estos eran los principios que Ana quería que su padre acatase, apremiado por
sus amigos. Estimaba indispensable acabar con las demandas de los
acreedores tan pronto como un discreto sistema de economía lo hiciese posible,
en lo cual no veía nada indigno. Había que aceptar este criterio y considerarlo
una obligación. Confiaba mucho en la influencia de Lady Russell, y en cuanto al
grado severo de propia renunciación que su conciencia le dictaba, creía que
sería poco más difícil inducirlos a una reforma completa que a una reforma
parcial. Conocía bastante bien a Isabel y a su padre como para saber que
sacrificar un par de caballos les sería casi tan doloroso como sacrificar todo el
tronco, y pensaba lo mismo de todas las demás restricciones por demás
moderadas que constituían la lista de Lady Russell.
La forma en que fueron acogidas las rígidas fórmulas de Ana es lo de menos.
El caso es que Lady Russell no tuvo ningún éxito. Sus planes eran tan irrealizables como intolerables.
-¿Cómo? ¡Suprimir de golpe y porrazo todas las comodidades de la vida!
¡Viajes, Londres, criados, caballos, comida, limitaciones por todas partes! ¡Dejar
de vivir con la decencia que se permiten hasta los caballeros particulares! No,
antes abandonar Kellynch Hall de una vez que reducirlo a tan humilde estado.
¡Abandonar Kellynch Hall! La proposición fue en el acto recogida por el señor
Shepherd, a cuyos intereses convenía una auténtica moderación del tren de
gastos de Sir Walter, y quien estaba absolutamente convencido de que nada
podría hacerse sin un cambio de casa. Puesto que la idea había surgido de
quien más derecho tenía a sugerirla, confesó sin ambages que él opinaba lo
mismo. Sabía muy bien que Sir Walter no podría cambiar de modo de vivir en
una casa sobre la que pesaban antiguas obligaciones de rango y deberes de
hospitalidad. En cualquier otro lugar, Sir Walter podría ordenar su vida según su
propio criterio y regirse por las normas que la nueva existencia le plantease.
Sir Walter saldría de Kellynch Hall. Después de algunos días de dudas e
indecisiones, quedó resuelto el gran problema de su nueva residencia y fijaron
las primeras líneas generales del cambio que iba a producirse.
Había tres alternativas: Londres, Bath u otra casa de la misma comarca. Ana
prefería esta última; toda su ilusión era vivir en una casita de aquella misma
vecindad, donde pudiese seguir disfrutando de la compañía de Lady Russell,
seguir estando cerca de María y seguir teniendo el placer de-ver de cuando en
cuando los prados y los bosques de Kellynch. Pero el hado implacable de Ana
no habría de complacerla; tenía que imponerle algo que fuese lo más opuesto
posible a sus deseos. No le gustaba Bath y creía que no le sentaría; pero en Bath se fijó su domicilio.
En un principio, Sir Walter pensó en Londres. Pero Londres no inspiraba
confianza a Shepherd, y éste se las ingenió para disuadirlo de ello y hacer que
se decidiera por Bath. Era aquél un lugar inmejorable para una persona de la
clase de Sir Walter, y podría sostener allí un rango con menos dispendios. Dos
ventajas materiales de Bath sobre Londres hicieron inclinar la balanza: no hallarse
más que a quince millas de distancia de Kellynch y dar la coincidencia de
que Lady Russell pasaba allí buena parte del invierno todos los años. Con gran
satisfacción de ella, cuyo primer dictamen al cambiarse el proyecto fue favorable
a Bath, Sir Walter e Isabel terminaron por aceptar que ni su importancia ni sus
placeres sufrirían mengua por ir a establecerse a ese lugar.
Lady Russell se vio obligada a contrariar los deseos de Ana, deseos que
conocía muy bien. Habría sido demasiado pedir a Sir Walter descender a ocupar
una vivienda más modesta en sus propios dominios. La misma Ana hubiese
tenido que soportar mortificaciones mayores de las que suponía. Había que
contar además con lo que aquello habría humillado a Sir Walter; y en cuanto a la
aversión de Ana por Bath, no era más que una manía y un error que provenían
sobre todo de la circunstancia de haber pasado allí tres años en un colegio
después de la muerte de su madre, y de que durante el único invierno que
estuvo allí con Lady Russell se halló de muy mal ánimo.
La oposición de Sir Walter a mudarse a otra casa de aquellas vecindades
estaba fortalecida por una de las más importantes partes del programa que tan
bien acogida fuera al principio. No sólo tenía que dejar su casa, sino verla en
manos de otros, prueba de resistencia que temples más fuertes que el de Sir
Walter habrían sentido excesiva. Kellynch Hall sería desalojado; sin embargo, se
guardaba sobre ello un hermético secreto; nada debía saberse fuera del círculo de los íntimos.
Sir Walter no podía soportar la humillación de que se supiese su decisión de
abandonar su casa. Una vez el señor Shepherd pronunció -la palabra “anuncio”,
pero nunca más osó repetirla. Sir Walter abominaba de la idea de ofrecer su
casa en cualquier forma que fuese y prohibió terminantemente que se insinuase
que tenía tal propósito; sólo en el caso de que Kellynch Hall fuese solicitada por
algún pretendiente excepcional que aceptase las condiciones de Sir Walter y
como un gran favor, consentiría en dejarla.
¡Qué pronto surgen razones para aprobar lo que nos gusta! Lady Russell en
seguida tuvo a mano una excelente para alegrarse una enormidad de que Sir
Walter y su familia se alejasen de la comarca. Isabel había entablado
recientemente una amistad que Lady Russell deseaba ver interrumpida. Tal
amistad era con una hija de Shepherd que acababa de volver a la casa paterna
con el engorro de dos pequeños hijos. Era una chica inteligente, que conocía el
arte de agradar o, por lo menos, el de agradar en Kellynch Hall.
Logró inspirar a Isabel tanto cariño que más de una vez se hospedó en su
mansión, a pesar de los consejos de precaución y reserva de Lady Russell, a
quien esa intimidad le parecía del todo fuera de lugar.
Pero Lady Russell tenía escasa influencia sobre Isabel, y más parecía quererla
porque quería quererla que porque lo mereciese. Nunca recibió de ella más que
atenciones triviales, nada más allá de la observancia de la cortesía. Nunca logró hacerla cambiar de parecer.
Varias veces se empeñó en que llevasen a Ana a sus excursiones a Londres y
clamó abiertamente contra la injusticia y el mal efecto de aquellos -egoístas
arreglos en los que se prescindía de ella. Otras, intentó proporcionar a Isabel las
ventajas de su mejor entendimiento y experiencia, .pero siempre fue en vano.
Isabel quería hacer su regalada voluntad y nunca lo hizo con más decidida
oposición a Lady Russell que en la cuestión de su encaprichamiento por la
señora Clay, apartándose del trato de una hermana tan buena, para entregar su
afecto y su confianza a una persona que no debió haber sido para ella más que
objeto de una distante cortesía.
Lady Russell estimaba que la condición de la señora Clay era muy inferior, y
que su carácter la convertía en una compañera en extremo peligrosa. De
manera que un traslado que alejaba a la señora Clay y ponía alrededor de la
señorita Elliot una selección de amistades más adecuadas no podía menos que celebrarse.