Persuasión – Jane Austen
-Permítame observar, Sir Walter -dijo el señor Shepherd una mañana en
Kellynch Hall, dejando el periódico-, que las actuales circunstancias se inclinan a
nuestro favor. Esta paz traerá a tierra a todos nuestros ricos oficiales de marina.
Todos necesitarán alojamiento. No podía presentársenos mejor ocasión, Sir
Walter, para elegir a unos inquilinos, a unos inquilinos responsables. Se han hecho
muchas grandes fortunas durante la guerra. ¡Si tropezáramos con un opulento almirante, Sir Walter…!
-Sería un hombre muy afortunado ése, Shepherd -replicó Sir Walter-; esto es
todo lo que tengo que decir. Bonito botín sería para él Kellynch Hall; mejor dicho,
el mejor de todos los botines. No habrá hecho muchos parecidos, ¿no lo cree usted, Shepherd?
Shepherd sabía que se tenía que reír de la agudeza, y se río, agregando en seguida:
-Quisiera añadir, Sir Walter, que en lo que a negocios se refiere, los señores
de la Armada son muy tratables. Conozco algo su manera de negociar y no
tengo reparos en confesar que son muy liberales, lo que los hace más deseables
como inquilinos que cualquier otra clase de gente con quien nos pudiésemos
topar. Por lo tanto, Sir Walter, lo que yo- querría sugerirle es que si algún rumor
trasciende su deseo de reserva (cosa que debe ser tenida por posible, pues ya
sabemos lo difícil que es preservar los actos e intenciones de una parte del
mundo del conocimiento y curiosidad de la otra; la importancia tiene sus
inconvenientes, y yo, Juan Shepherd, puedo ocultar cualquier asunto de familia,
porque nadie se tomaría la molestia de cuidarse de mí, pero Sir Walter Elliot
tiene pendientes de él miradas que son muy difíciles de esquivar), yo apostaría,
y no me sorprendería nada que a pesar de toda nuestra cautela se llegase a
saber la verdad, en cuyo caso querría observar, puesto que sin duda alguna se
nos harán proposiciones, que debemos esperarlas de alguno de nuestros
enriquecidos jefes de la Armada especialmente digno de ser -atendido, y me
permito añadir que en cualquier ocasión podría yo llegar aquí en menos de dos
horas y evitarle a usted el trabajo de contestar personalmente.
Sir Walter sólo meneó la cabeza. Pero poco después se levantó y, paseándose por el cuarto, dijo, sarcástico:
-Me figuro que habrá pocos señores en la Armada que no se maravillen de encontrarse en una casa como ésta.
-Mirarían a su alrededor, sin duda, y bendecirían su buena suerte -dijo la
señora Clay, que se hallaba presente y a quien su padre había llevado con él
debido a que nada le sentaba mejor para su salud que una visita a Kellynch-.
Estoy de acuerdo con mi padre en creer que un marino sería un inquilino muy
deseable. ¡He conocido a muchos de esa profesión, y además de su generosidad,
son tan pulcros y esmerados en todo! Esos valiosos cuadros, Sir Walter,
si quiere usted dejarlos, estarán perfectamente seguros. ¡Cuidarían con tanto
afán de todo lo que hay dentro y fuera de la casa! Los jardines y florestas se
conservarían casi en tan buen estado como están ahora. ¡No tema usted,
señorita Elliot, que dejen abandonado su precioso jardín de flores!
-En cuanto a eso -replicó desdeñosamente Sir Walter-, aun suponiendo que
me decidiese a dejar mi casa, no he pensado en nada que se refiera a los
privilegios anexos a ella. No estoy dispuesto en favor de ningún inquilino en
particular. Claro está que se le permitiría entrar en el parque, lo cual ya es un
honor que ni los oficiales de la Armada ni ninguna otra clase de hombre están
acostumbrados a disfrutar; pero las restricciones que puedo imponer en el uso
de los terrenos de recreo son otra cosa. No me hago a la idea de que alguien se
acerque a mis plantíos y aconsejaría a la señorita Elliot que tomase sus
precauciones con respecto a su jardín de flores. Me siento muy poco proclive a
hacer ninguna concesión extraordinaria a los arrendatarios de Kellynch Hall, se
lo aseguro a usted, tanto si son marinos como si son soldados.
Después de una breve pausa, Shepherd se aventuró a decir:
-En todos estos casos hay costumbres establecidas que lo allanan y facilitan
todo entre el dueño y el inquilino. Sus intereses, Sir Walter, están en muy
buenas manos. Puede estar usted tranquilo; me cuidaré muy bien de que ningún
nuevo habitante goce de más derechos de los que le correspondan en justicia.
Me atrevo a insinuar que Sir Walter Elliot no pone en sus propios asuntos ni la
mitad del celo que pone Juan Shepherd.
Al llegar a este punto, Ana terció:
-Creo que los marinos, que tanto han hecho por nosotros, tienen los mismos
derechos que cualquier otro hombre a las comodidades y los privilegios que
todas las casas pueden proporcionar. Debemos permitirles el bienestar por el que tan duramente han trabajado.
-Muy cierto, en efecto. Lo que dice la señorita Ana es muy cierto -apoyó el señor Shepherd.
-¡Ya lo creo! -agregó su hija.
Pero Sir Walter replicó poco después:
-Esa profesión tiene su utilidad, pero lamentaría que cualquier amigo mío perteneciese a ella.
-¡Cómo! -exclamaron todos muy sorprendidos.
-Sí, esa carrera me disgusta por dos motivos; tengo dos poderosos
argumentos. El primero es que da ocasión a gente de humilde cuna a encumbrarse
hasta posiciones indebidas y alcanzar honores que nunca habrían
soñado sus padres ni sus abuelos. Y el segundo es que destruye de un modo
lamentable la juventud y el vigor de los hombres; un marino se vuelve viejo más
pronto que cualquier otro hombre. Lo he observado toda mi vida. Un hombre
corre el riesgo en la Marina de ser insultado por el ascenso de otro a cuyo padre
hubiese desdeñado dirigir la palabra el padre del primero, y de convertirse
prematuramente en un guiñapo, cosa que no sucede en ninguna otra profesión.
Un día de la pasada primavera, en la ciudad, estuve en compañía de dos
hombres cuyo ejemplo me impresionó tanto que por eso lo digo: Lord St. Ives, a
cuyo padre hemos conocido todos cuando era un simple pastor rural que no
tenía ni pan que llevarse a la boca. Tuve que ceder el paso a Lord St. Ives y a un
cierto almirante Baldwin, el sujeto peor trazado que puedan ustedes imaginar:
con la cara de color caoba, tosca y peluda en extremo, surcada de líneas y de
arrugas, con nueve pelos grises a un lado de la cabeza y nada más que una
mancha de polvos en la coronilla. “¡Por Dios!, ¿quién es ese vejete?”, pregunté a
un amigo mío que estaba allí cerca (Sir Basil Morley). “¿Cómo que vejete?”,
exclamó Sir Basil. “Es el almirante Baldwin. ¿Qué edad cree usted que tiene?”;
yo respondí que sesenta o sesenta y dos años. “Cuarenta”, replicó Sir Basil,
“cuarenta solamente”. Figúrense mi estupor; no olvidaré tan fácilmente al
almirante Baldwin. Jamás vi una muestra tan lastimosa de lo que puede hacer el
andar viajando por los mares. Me consta que, en mayor o menor grado, a todos
los marinos les sucede lo mismo. Siempre andan golpeados, expuestos a todos
los climas y a todos los tiempos, hasta que ya no se les puede ni mirar. Es una
lástima que no reciban un golpe en la cabeza de una vez antes de llegar a la edad del almirante Baldwin.
-No tanto, Sir Walter -exclamó la señora Clay-; eso es demasiado severo. Un
poco de compasión para esos pobres hombres. No todos hemos nacido para ser
hermosos. Es cierto que el mar no embellece, y que los marinos envejecen
antes de tiempo; lo he observado a menudo; pierden en seguida su aspecto
juvenil. Pero ¿acaso no sucede lo mismo con muchas otras profesiones, tal vez
con la mayoría? Los soldados en servicio activo no acaban mucho mejor; y
hasta en las profesiones más tranquilas hay un desgaste y un esfuerzo del
pensamiento, cuando no del cuerpo, que raras veces sustraen el aspecto del
hombre de los efectos naturales del tiempo. Los afanes del abogado consumido
por las preocupaciones de sus pleitos; el médico que se levanta de la cama a
cualquier hora y que trabaja, llueva, truene o relampaguee; y hasta el clérigo… –
se detuvo un momento para pensar qué podría decir del clérigo- y hasta el
clérigo, ya sabe usted, que se ve en la obligación de acudir a viviendas infectas
y a exponer su salud y su físico a las injurias de una atmósfera envenenada. En
otras palabras, estoy absolutamente convencida de que todas las profesiones
son a la vez necesarias y honrosas; sólo los pocos que no necesitan ejercer
ninguna pueden vivir de un modo regular, en el campo, disponiendo de su
tiempo como se les antoja, haciendo lo que les da la gana y morando en sus
propiedades, sin el tormento de tener que ganarse el pan. Como digo, esos
pocos son los únicos que pueden gozar de los dones de la salud y del buen ver
hasta el máximo. No conozco otro género de hombres que no pierdan algo de su
personalidad al dejar atrás la juventud.
Parecía que el señor Shepherd, con su afán de inclinar la voluntad de Sir
Walter hacia un oficial de la Marina, para inquilino, había sido dotado con la
facultad de la adivinación, pues la primera solicitud recibida procedió de un tal
almirante Croft, a quien conociera poco después en las sesiones de la Audiencia
de Taunton y que le había mandado avisar por medio de uno de sus corresponsales
de Londres. Según las referencias que se apresuró a llevar a Kellynch, el
almirante Croft era oriundo de Somersetshire y dueño de una respetable fortuna,
y deseando establecerse en tierra, había ido a Taunton para ver algunas de las
casas anunciadas, las que no fueron de su agrado. Por casualidad se enteró de
que Kellynch Hall iba a ser desalojado -pues ya Shepherd había predicho que
los asuntos de Sir Walter no podrían permanecer en secreto- y, sabiendo que
Shepherd tenía que ver con el propietario, se hizo presentar a él con objeto de
requerir datos concretos. En el curso de una grata y prolongada conversación
manifestó por el lugar una inclinación todo lo decidida que podía ser en vista de
que sólo lo conocía por las descripciones. Por las explícitas noticias de sí mismo
que le dio al señor Shepherd, podía tenérsele por hombre digno de la mayor
confianza y de ser aceptado como inquilino.
-¿Y quién es ese almirante Croft? -preguntó Sir Walter en tono de frío recelo.
El señor Shepherd le informó que pertenecía a una familia de caballeros y
nombró el lugar de donde eran naturales. Siguió una breve pausa y Ana agregó:
-Es un contralmirante. Estuvo en la batalla de Trafalgar y pasó luego a las
Indias Orientales, donde permaneció, según creo, varios años.
-Si es así, doy por descontado -observó Sir Walter- que tiene la cara
anaranjada como las bocamangas y cuellos de mis libreas.
El señor Shepherd se dio prisa en asegurarle que el almirante Croft era un
hombre sano, cordial y de buena presencia; algo atezado, naturalmente, por los
vendavales, pero no demasiado; un perfecto caballero en sus principios y
costumbres y nada exigente en lo tocante a las condiciones. Lo único que quería
era tener una vivienda cómoda lo antes posible; sabía que tendría que pagarse
el gusto y no se le ocultaba que una casa lista y amueblada de aquel modo le
costaría una buena suma, por lo que no se extrañaría que Sir Walter le pidiese
más dinero. Preguntó por el propietario y dijo que le gustaría presentarse, desde
luego, aunque sin insistir sobre este punto. Agregó que a veces tomaba una
escopeta, pero que nunca era para matar. En fin, se trataba de todo un caballero.
El señor Shepherd derrochó elocuencia sobre el particular, señalando todas las
circunstancias relativas a la familia del almirante que lo hacían particularmente
deseable como inquilino. Era casado pero no tenía hijos; el estado ideal. El
señor Shepherd observaba que una casa nunca está bien cuidada sin una
señora; no sabía si el mobiliario corría mayor peligro no habiendo señora que
habiendo niños. Una señora sin hijos era la mejor garantía imaginable para la
conservación de los muebles. En Taunton vio a la señora Croft con el almirante,
y estuvo presente mientras ellos trataron del asunto.
-Parece una señora muy bien hablada, fina y discreta -siguió diciendo
Shepherd-. Hizo más preguntas acerca de la casa, de las condiciones y de los
impuestos que el mismo almirante; creo que es más experta que él en los
negocios. Y además, Sir Walter, descubrí que ni ella ni su marido son extraños
en esta comarca, pues sabrá usted que ella es hermana de un caballero que
vivió pocos años atrás en Monkford. ¡Ay, caramba!, ¿cómo se llamaba? En este
momento no puedo recordar su nombre, a pesar de que hace poco lo he oído.
Penélope, querida, ayúdame, ¿recuerdas tú el nombre del señor que vivió en
Monkford, el hermano de la señora Croft?
Pero la señora Clay hablaba tan animadamente con la señorita Elliot, que no oyó la pregunta.
-No tengo idea de a quién puede usted referirse, Shepherd; no recuerdo a
ningún caballero residente en Monkford desde los tiempos del viejo gobernador Trent.
-¡Caramba, qué fastidio! A este paso pronto voy a olvidar mi propio nombre.
¡Un nombre con el que estoy tan familiarizado! Conozco al señor como conozco
mis propias manos; lo he visto cientos de veces; recuerdo que en una ocasión
vino a consultarme acerca de un atropello de que le hizo víctima uno de sus
vecinos: un labriego que entró en su huerto saltando por la tapia, para robarle
unas manzanas y que fue cogido in fraganti. Luego, contra mi parecer, el hecho
fue resuelto por amigables componedores. ¡Qué cosa más rara!
Se hizo una pausa y Ana apuntó:
-¿Se refiere usted al señor Wentworth?
Shepherd se deshizo en alardes de gratitud.
-¡Wentworth! ¡Claro que sí! Al señor Wentworth me estaba refiriendo. Tuvo el
curato de Monkford, ¿sabe usted, Sir Walter?, durante dos o tres años. Vino
hacia el año 5, eso es. Estoy seguro de que lo recuerdan ustedes.
-¿Wentworth? ¡Acabáramos! El párroco de Monkford. Me desorientó usted
dándole el tratamiento de caballero. Pensé que hablaba usted de algún
propietario. Ese señor Wentworth no era nadie, ya recuerdo. Completamente
desconocido, sin ninguna relación con la familia de Strafford. No puede uno
menos que extrañarse al ver tan vulgarizados muchos de nuestros nombres más ilustres.
Cuando el señor Shepherd se dio cuenta de que este parentesco de los Croft
no impresionaba a Sir Walter favorablemente, la dejó de lado y volvió con el
mayor celo a insistir en las otras circunstancias más convincentes. La edad, el
número y la fortuna de los componentes de la familia Croft; el alto concepto que
tenían de Kellynch Hall y su extremado empeño en arrendarlo; hasta tal punto
que no parecía sino que para ellos no había en esta tierra más felicidad que la
de llegar a ser inquilinos de Sir Walter Elliot, lo cual suponía por cierto un gusto
extraordinario, que les hacía acreedores a que Sir Walter les considerase dignos de ello.
El arrendamiento se llevó a efecto. No obstante Sir Walter miraba con muy
malos ojos a cualquier aspirante a habitar en su casa, y que lo habría
considerado infinitamente beneficiado permitiéndole alquilarla en condiciones
leoninas, se vio forzado a consentir en que el señor Shepherd procediese a
cerrar el trato, autorizándolo a visitar al almirante Croft, que aún residía en
Taunton, para fijar el día en que verían la casa.
Sir Walter no era muy listo, pero tenía la suficiente experiencia de las cosas
para comprender que difícilmente podía presentársele un inquilino menos
objetable en todo lo esencial que el almirante Croft. Su entendimiento no llegaba
a más, y su vanidad encontraba cierto halago adicional en la posición del
almirante, que era todo lo elevada que se requería, pero no demasiado. “He
alquilado mi casa al almirante Croft” era una afirmación altisonante; mucho mejor
que decir a cualquier señor X. Un señor X (salvo, quizás, una media docena de
nombres de la nación) siempre necesita una explicación. La importancia de un
almirante se explica por sí misma y, al mismo tiempo, nunca puede mirar a un
baronet por encima del hombro. En todo momento Sir Walter Elliot tendría la preeminencia.
Nada podía hacerse sin que lo supiera Isabel; pero su inclinación a cambiar de
lugar iba siendo tan decidida que le encantó el que ya estuviese fijado y resuelto
con un inquilino a mano, por lo que se guardó muy bien de pronunciar una sola
palabra que pudiese suspender el acuerdo.
Se invistió al señor Shepherd de omnímodos poderes y tan pronto como quedó
todo ultimado, Ana, que había escuchado sin perderse palabra, salió de la
habitación en busca del alivio del aire fresco para sus encendidas mejillas; y
mientras paseaba por su arboleda favorita, dijo con un dulce suspiro:
-Unos meses más y quizá él se pasee por aquí.