Persuasión – Jane Austen
El no era el señor Wentworth, el otrora párroco de Monkford, a pesar de lo que
hayan podido dictar las apariencias, sino el capitán Federico Wentworth,
hermano del primero, que fuera ascendido a comandante a raíz de la acción de
Santo Domingo. Como no lo destinaron de inmediato, fue a Somersetshire en el
verano de 1806, y, muertos sus padres, vivió en Monkford durante medio año.
En aquel tiempo era un joven muy apuesto, de inteligencia destacada, ingenioso
y brillante. Ana era una muchacha muy bonita, gentil, modesta, delicada y
sensible. Con la mitad de los atractivos que poseía cada uno por su lado había
bastante para que él no tuviese que esforzarse para- conquistarla y para que ella
difícilmente pudiese amar a alguien más. Pero la coincidencia de tan generosas
circunstancias había de dar frutos. Poco a poco fueron conociéndose y se
enamoraron el uno del otro rápida y profundamente. ¿Cuál de los dos vio más
perfecciones en el otro?, ¿cuál de los dos fue más feliz: ella, al escuchar su
declaración y sus proposiciones, o él, cuando ella las aceptó?
Siguió un período de felicidad exquisita, aunque muy breve. No tardaron en
surgir los sinsabores. Sir Walter, al enterarse del romance, no dio su
consentimiento ni dijo si lo daría alguna vez; pero su negativa quedó de
manifiesto por su gran asombro, su frialdad y su declarada indiferencia respecto
de los asuntos de su hija. Consideraba aquella unión degradante; y Lady
Russell, a pesar de que su orgullo era más templado y más perdonable, la tuvo
también por una verdadera desdicha.
¡Ana Elliot, con todos sus títulos de familia, bella e inteligente, malograrse a los
diecinueve años; comprometerse en un noviazgo con un joven que no tenía para
abonarle a nadie más que a sí mismo, sin más esperanzas de alcanzar alguna
distinción que la que proporcionan los azares de una carrera de las más
inciertas, y sin relaciones que le asegurasen un ulterior encumbramiento en
aquella profesión! ¡Era un desatino que sólo pensarlo la horrorizaba! ¡Ana Elliot,
tan joven, tan inexperta, atarse a un extraño sin posición ni fortuna; mejor dicho,
hundirse por su culpa en un estado de extenuante dependencia, angustiosa y
devastadora! No debía ser, si la intervención de la amistad y de la autoridad de
quien era para ella como una madre y que tenía sus derechos podían evitarlo.
El capitán Wentworth no tenía bienes. Había sido afortunado en su carrera,
pero gastó liberalmente lo que con igual liberalidad había recibido y no conservó
nada. No obstante, confiaba en ser rico pronto. Lleno de fuego y de vida, sabía
que pronto podría tener un barco y que a poco andar llegaría el tiempo en que
podría disponer de cuanto se le antojase. Siempre fue hombre de suerte y sabía
que seguiría siéndolo. Esta confianza, poderosa por su mismo entusiasmo y
hechicera por el talento con que solía expresarla, a Ana le bastaba; pero Lady
Russell lo veía de otra manera. El temperamento sanguíneo y la atrevida
fantasía de Wentworth operaban en ella de un modo del todo distinto. Le parecía
que no hacían más que agravar el mal y añadir a los inconvenientes de Wentworth
el de un carácter peligroso. Era un hombre brillante y testarudo. A Lady
Russell le gustaba muy poco el ingenio, y cualquier cosa que se aproximase a la
temeridad le causaba horror. Así, pues, las relaciones de Ana con Wentworth le
parecían reprobables desde todo punto de vista.
Semejante oposición y los sentimientos que provocaba superaban las fuerzas
de Ana; con su juventud y su gentileza todavía hubiese podido hacer frente a la
malquerencia de su padre; pero la firme opinión y las dulces maneras de Lady
Russell, a la que siempre había querido y obedecido, no podían asediarla
siempre en vano. Se convenció de que aquel noviazgo era una cosa
disparatada, indiscreta, impropia, que difícilmente podría dar buen resultado y
que no convenía. Pero al romper el compromiso no actuó sólo inducida por una
egoísta cautela. Si no hubiera creído que lo hacía en bien de Wentworth más
que en el suyo propio, no sin dificultad habría podido despedirlo. Se imaginó que
su prudencia y renunciación redundaban sobre todo en beneficio del capitán, y
éste fue su mayor consuelo en medio del dolor de aquella ruptura definitiva.
Precisó de todos los consuelos, pues por si su pena fuese poca, tuvo que
soportar también la de él, que no se dio por convencido en absoluto y
permaneció inflexible, herido en sus sentimientos al obligársele a aquel
abandono. A causa de ello se alejó de la comarca.
En pocos meses tuvo lugar el principio y el fin de sus relaciones. Pero Ana no
dejó en pocos meses de sufrir. Su amor y sus remordimientos le impidieron por
mucho tiempo gozar de los placeres de la juventud, y la temprana pérdida de su
frescura y animación le dejaron impresa una huella que no se borraría.
Más de siete años habían pasado ya desde el final de esa pequeña historia de
mezquinos intereses. El tiempo había suavizado mucho y casi apagado del todo
el amor del capitán; pero Ana no había encontrado más lenitivo que el del tiempo.
Ningún cambio de lugar, excepto una visita a Bath poco después de la
ruptura, ni ninguna novedad o ampliación en sus relaciones sociales le ayudaron
a olvidar. No entró nadie en el círculo de Kellynch que pudiese compararse con
Federico Wentworth tal como ella lo recordaba. Ningún otro cariño, que hubiese
sido la única cura en verdad natural, eficaz y suficiente a su edad, fue posible,
dadas las exigencias de su buen discernimiento y lo amargado de su gesto, en
los estrechos límites de la sociedad que la rodeaba. Al frisar en los veintidós
años le solicitó que cambiase de nombre un joven que poco después encontró
una mejor disposición en su hermana menor. Lady Russell lamentó que hubiera
rehusado, pues Carlos Musgrove era el primogénito de un señor que en
propiedades y significación no cedía en la comarca más que a Sir Walter; y
poseía, además, muy buenos aspecto y carácter. Lady Russell hubiese aspirado
a algo más cuando Ana tenía diecinueve años, pero ya a los veintidós le habría
encantado verla alejada de un modo tan honorable de la parcialidad e injusticia
de su casa paterna, y establecida para siempre a su vera. Pero esta vez Ana no
hizo caso de los consejos ajenos. Y aunque Lady Russell, tan satisfecha como
siempre de su propia discreción, nunca pensaba en rectificar el pasado,
empezaba ahora a sentir un ansia que rayaba en la desesperación, de que Ana
fuese invitada por un hombre hábil e independiente a entrar en un estado para el
cual la creía particularmente dotada por su ardiente afectividad y sus inclinaciones hogareñas.
Ni la una ni la otra sabían si sus opiniones respecto al punto fundamental de la
existencia de Ana habían cambiado o persistían, porque no volvieron a hablar de
aquel asunto; pero Ana, a los veintisiete años, pensaba de muy distinta manera
que a los diecinueve. Ni censuraba a Lady Russell ni se censuraba a sí misma
por haberse dejado guiar por ella; pero sentía que si cualquier jovencita en
similar situación hubiese acudido a ella en busca de consejo, de seguro no se
habría llevado ninguno que le acarrease tan cierta desdicha de momento y tan
incierta felicidad futura. Estaba convencida de que a pesar de todas las
desventajas y oposiciones de su casa, de todas las zozobras inherentes a la
profesión de Wentworth y de todos los probables temores, dilaciones y disgustos,
habría sido mucho más feliz manteniendo su compromiso de lo que lo había
sido sacrificándolo. Y eso se podía aplicar, estaba cierta de ello, a la mayor parte
de tales solicitaciones y dudas, aunque sin referirse a los actuales resultados de
su caso, pues sucedió que podía haberle procurado una prosperidad más pronto
de lo que razonablemente se hubiera calculado. Todas las sanguíneas
esperanzas de Wentworth y toda su fe habían quedado justificadas. Parecía que
su genio y su ánimo habían previsto y dirigido su próspero camino. Muy poco
después de la ruptura, Wentworth consiguió una plaza; y todo lo que dijo que
Ocurriría ocurrió. Su distinguida actuación le valió un rápido ascenso, y a la
sazón, gracias a sucesivas capturas, debía haber hecho una buena fortuna. Ana
no podía saberlo más que por las listas navales y los periódicos, pero no podía
dudar de que fuese rico y, en razón de su constancia, no podía creer que se hubiese casado.
¡Cuán elocuente pudo haber sido Ana Elliot -y cuán elocuentes fueron al fin y
al cabo sus deseos en favor de un temprano y caluroso afecto y de una gozosa
fe en el porvenir contra aquellas exageradas precauciones que parecían insultar
el esfuerzo propio y desconfiar de la Providencia! La obligaron a ser prudente en
su juventud y con la edad se volvía romántica, obligada consecuencia de un inicio antinatural.
Con todas estas circunstancias, recuerdos y sentimientos, no podía oír decir
que la hermana del capitán Wentworth viviría a lo mejor en Kellynch sin que su
antiguo dolor se reavivase. Y fueron necesarios muchos paseos solitarios y
muchos suspiros para calmar la agitación que dicha idea le producía. A menudo
se dijo que era una insensatez, antes de haber apaciguado sus nervios lo
bastante para resistir sin peligro las continuas discusiones acerca de los Croft y
de sus asuntos. La ayudaron, no obstante, la perfecta indiferencia y la aparente
inconsciencia de los tres únicos amigos que estaban al tanto de lo pasado, y que
parecían haberlo olvidado por completo. Reconocía que los motivos de Lady
Russell fueron más nobles que los de su padre y su hermana, y justificaba su
tranquilidad; y, por lo que pudiese suceder, era preferible que todos hubiesen
borrado de sus mentes lo ocurrido. En caso de que los Croft arrendasen
realmente Kellynch Hall, Ana se alegraba de nuevo con una convicción que
siempre le había sido grata: que lo pasado no era conocido más que por tres de
sus familiares a los que creía no se les había escapado la más mínima
indiscreción, y con la certeza de que entre los de él, sólo el hermano con quien
Wentworth vivió tuvo alguna información de sus breves relaciones. Ese hermano
hacía mucho tiempo que había sido trasladado, y como era un hombre delicado
y además soltero, Ana estaba segura de que no habría dicho nada de ello a nadie.
Su hermana, la señora Croft, había estado fuera de Inglaterra, acompañando a
su marido en unos viajes por el extranjero. Su propia hermana María estaba en
la escuela al ocurrir los hechos, y el orgullo de unos y la delicadeza de otros
nunca permitirían que se supiese nada.
Con estas seguridades, Ana esperaba que su relación con los Croft, que
anticipaba el hecho de estar aún en Kellynch Lady Russell y María sólo a tres
millas de allí, no ocasionaría ningún contratiempo.