Persuasión – Jane Austen
La mañana fijada para que el almirante Croft y su señora visitasen Kellynch Hall,
a Ana le pareció más natural dar su acostumbrado paseo hasta la casa de Lady
Russell y quedarse allí hasta que la visita hubiese concluido. Aunque luego le
pareciera igualmente natural lamentar haberse perdido la ocasión de conocerlos.
Esta entrevista de las dos partes resultó muy satisfactoria y con ella se dejó el
negocio definitivamente resuelto. Ambas señoras estaban dispuestas de
antemano a llegar a un acuerdo y, por lo tanto, ninguna de las dos vio en la otra
más que buenos modales. Entre los caballeros hubo tanta cordialidad, buen
humor, franqueza, sinceridad y liberalidad por parte del almirante, que Sir Walter
quedó conquistado, aunque las seguridades que Shepherd le había dado de que
el almirante lo tenía por un dechado de buena educación, gracias a las
referencias que él le había entregado, lo halagaron y lo inclinaron a hacer gala
de su mejor y más cortés compostura.
La casa, los terrenos y el mobiliario fueron aprobados; los Croft fueron también
aprobados, y las condiciones y plazo, cosas y personas, quedaron arreglados. El
escribiente del señor Shepherd se sentó a trabajar sin que hubiese ni una
mínima diferencia preliminar que modificar en todo lo que “este contrato establece…”
Sir Walter declaró sin vacilar que el almirante era el marino más apuesto que
había visto nunca, y llegó hasta decir que si su propio criado le hubiera ordenado
un poco el pelo no se habría avergonzado de que lo viesen con él en cualquier
parte. El almirante, con simpática cordialidad, comentó a su esposa, mientras paseaban por el parque:
-Estoy pensando, querida, que a pesar de todo lo que nos contaron en
Taunton, nos hemos entendido muy pronto. El baronet no es nada del otro
mundo, pero no parece un mal hombre.
Estos cumplidos recíprocos dejan a la vista que ambos hombres habían
formado el uno del otro el mismo concepto poco más o menos.
Los Croft debían tomar posesión de la casa por San Miguel y Sir Walter
propuso trasladarse a Bath en el curso del mes precedente, de modo que no
había tiempo que perder en hacer los preparativos de la mudanza.
Lady Russell, convencida de que no se permitiría a Ana tener ni voz ni voto en
la elección de la casa que iban a tomar, sintió mucho verse separada tan pronto
de ella e hizo todo lo posible por que se quedase a su lado hasta que fuesen
ambas a Bath pasadas las Navidades. Pero unos compromisos, que la
retuvieron fuera de Kellynch varias semanas, le impidieron insistir en su
invitación todo lo que hubiese querido. Y Ana, aunque temía los posibles calores
de septiembre en la blanca y deslumbrante Bath y la apesadumbraba renunciar
a la dulce y melancólica influencia de los meses otoñales en el campo, pensó
que, bien mirado, no deseaba quedarse. Sería mejor y más prudente, y por lo
tanto la haría sufrir menos, irse con los otros.
No obstante ocurrió algo que dio a sus ideas un giro inesperado. María, que
estaba a menudo algo delicada, siempre ocupada en sus propias lamentaciones,
y que tenía la costumbre de acudir a Ana en cuanto le pasaba algo, se hallaba
indispuesta. Previendo que no tendría un día bueno en todo el otoño, le rogó, o
mejor dicho le exigió, pues a decir verdad no podía llamarse a eso un ruego, que
fuese a su quinta de Uppercross para hacerle compañía todo el tiempo que la
necesitase en vez de irse a Bath.
-No puedo hacer nada sin Ana -argüía María.
E Isabel replicaba:
-Pues, siendo así, estoy segura de que Ana hará mejor en quedarse, porque
en Bath no hace la menor falta.
Ser solicitada como algo útil, aunque sea en una forma impropia, vale más, al
fin y al cabo, que ser rechazada como algo inútil. Y Ana, contenta de que la
considerasen necesaria y de tener que cumplir algún deber; segura además de
que lo cumpliría con alegría en el escenario de su propia y querida comarca,
accedió sin dilación a quedarse.
Esta invitación de María allanó todas las dificultades de Lady Russell; y, por
consiguiente, se acordó que Ana no iría a Bath hasta que Lady Russell la
acompañase y que, entretanto, distribuiría su tiempo entre la quinta de
Uppercross y la casita de Kellynch.
Hasta aquí todo iba a pedir de boca; pero a Lady Russell le faltó poco para
desmayarse cuando se enteró del disparate que entrañaba una de las partes del
plan de Kellynch Hall y que consistía en lo siguiente: la señora Clay sería
invitada a ir a Bath con Sir Walter e Isabel en calidad de importante y valiosa
ayuda para esta última en todos los trabajos que les esperaban. Lady Russell
sentía muchísimo que hubiesen recurrido a tal medida; la asombraba, la afligía y
la asustaba. Y la afrenta que significaba para Ana el hecho de que la señora
Clay fuese tan necesaria mientras ella no servía para nada, era una agravante aún más penosa.
Ana ya estaba acostumbrada a ese género de afrentas; pero sintió la
imprudencia de aquella decisión tan agudamente como Lady Russell. Dotada de
una gran capacidad de serena observación y con un conocimiento tan profundo
del carácter de su padre, que a veces hubiera preferido no tener, se daba cuenta
de que era más que probable que aquella intimidad tuviese serias consecuencias
para su familia. No podía creer que a su padre se le ocurriese por el
momento nada semejante. La señora Clay era pecosa, tenía un diente salido y
las muñecas gruesas, cosas que Sir
Walter criticaba severa y constantemente cuando ella no estaba presente; pero
era joven y muy bien parecida en conjunto, y su sagacidad y asiduas y
agradables maneras le daban un atractivo muchísimo más peligroso que el que
pudiese tener una persona meramente agraciada. Ana estaba tan impresionada
por el grado de aquel peligro, que creyó indispensable tratar de hacérselo ver a
su hermana. No esperaba grandes resultados, pero pensaba que Isabel, quien,
si la catástrofe se producía, sería más digna de compasión que ella, no podría
reprocharle en modo alguno el no haberla puesto sobre aviso.
Le habló, pero, al parecer, lo único que logró fue ofenderla. Isabel no pudo
comprender cómo le había pasado por la mente tan absurda sospecha, y le
contestó, indignada, que cada cual sabe muy bien cuál es el lugar que ocupa.
-La señora Clay -dijo acaloradamente- nunca olvida quién es; y como yo estoy
mucho mejor enterada de sus sentimientos que tú, puedo asegurarte que sus
ideas sobre el matrimonio son discretas, y que reprueba la desigualdad de
condición y de rango con más energía que muchas otras personas. En cuanto a
papá, no puedo admitir, en verdad, que él, que ha permanecido viudo tanto
tiempo en atención a nosotras, tenga que pasar ahora por esta sospecha. Si la
señora Clay fuese una mujer muy hermosa, te concedo que no estaría bien que
anduviese demasiado conmigo; no porque haya nada en el mundo, estoy
segura, que indujese a papá a hacer un matrimonio degradante, sino porque eso
podría hacerlo desgraciado. ¡Pero la pobre señora Clay, que, con todos sus
méritos, nunca ha sido ni pasablemente bonita! Creo en verdad que la pobre
señora Clay puede estar aquí bien a salvo. ¡Cualquiera diría que nunca has oído
hablar a papá de sus defectos, y lo has oído cincuenta veces!, ¡con aquel diente
y aquellas pecas! A mí las pecas no me disgustan tanto como a él; conocí a una
persona que tenía la cara no del todo desfigurada por unas cuantas, pero papá
las detesta. Ya debes haberle oído comentar las pecas de la señora Clay.
-Rara vez se encuentra un defecto personal -repuso Ana- que la simpatía no nos haga olvidar poco a poco.
-Pues yo no pienso lo mismo -replicó Isabel vivamente-. La simpatía puede
sobreponerse a unos rasgos hermosos, pero nunca puede cambiar los vulgares.
Sea como sea, y ya que estoy más enterada de este asunto que nadie, puedes ahorrarte tus advertencias.
Ana había cumplido con su deber y se alegraba de ello, sin desesperar del
todo de su eficacia. Isabel se sintió molesta con la sospecha, pero en lo sucesivo estaría más atenta.
El último servicio de la carroza de cuatro caballos fue conducir a Sir Walter, a
la señorita Elliot y a la señora Clay a Bath. Los viajeros partieron animadísimos.
Sir Walter dispensó condescendientes saludos a los afligidos arrendatarios y
labriegos, a quienes se había avisado para que fuesen a despedirlo. Y Ana se
encaminó con una especie de tranquilidad desolada a la casita donde iba a pasar su primera semana.
Su amiga no estaba de mejor humor que ella. Lady Russell sentía con gran
intensidad el trasplante de la familia. Su respetabilidad le era tan cara como la
suya propia, y su cotidiano intercambio con los Elliot se le había hecho
indispensable con la costumbre. La entristecía verlos abandonar aquellas tierras
y más aún pensar que iban a dar a otras manos. Para huir de la soledad y de la
melancolía de aquel lugar tan cambiado y no presenciar la llegada del almirante
Croft y de su mujer, determinó ausentarse de su casa e ir a buscar a Ana a
Uppercross. Acordaron las dos que partirían de allí, y Ana se instaló en la quinta
que sería la primera etapa del viaje de Lady Russell.
Uppercross era un pueblo relativamente pequeño que pocos años antes aún
conservaba -todo el viejo estilo inglés.
Ana había estado allí varias veces. Conocía los caminos de Uppercross tan
bien como los de Kellynch. Las dos familias estaban juntas tan constantemente y
tenían tal costumbre de entrar y salir de una y otra casa a todas horas, que se
llevó una sorpresa al encontrar a María sola. Estar sola y sentirse enferma y
malhumorada eran casi la misma cosa para ella. Aunque de mejor condición que
su hermana mayor, María no tenía ni el entendimiento ni el buen carácter de
Ana. Mientras se encontraba bien y se sentía feliz y agasajada, estaba de muy
buen talante y animadísima; pero cualquier indisposición la hundía por completo;
no tenía recursos para la soledad; y habiendo heredado una parte considerable
de la presunción de los Elliot, estaba muy dispuesta a añadir a sus otras
congojas la de creerse abandonada y maltratada. Físicamente era inferior a sus
dos hermanas, e incluso cuando estaba en lo mejor de su edad no llegó a ser
más que regularcilla. Estaba tendida en el desvencijado sofá del amable
saloncillo cuyo mobiliario elegante en un tiempo había ido desluciéndose bajo la
acción de cuatro veranos y dos niños. Cuando vio aparecer a Ana la recibió, diciéndole:
¡Vamos! ¡Por fin llegaste! Ya empezaba a creer que no te volvería a ver. Estoy
tan enferma que apenas puedo hablar. ¡No he visto a nadie en toda la mañana!
-Siento que no te encuentres bien -repuso Ana-. ¡Pero si el jueves me
mandaste decir que estabas como una rosa!
-Sí, saqué fuerzas de flaqueza, como hago siempre. Pero no me sentía bien ni
mucho menos, y creo que nunca en mi vida he estado tan mal como esta
mañana. No estoy en situación de que se me deje sola. Supónte que me diese
algo horrible de repente y que no fuese capaz ni de tirar de la campanilla. Lady
Russell no debe salir de su casa. Me parece que en todo el verano ha venido tres veces a esta casa.
Ana dijo lo que hacía a propósito y preguntó luego a María por su marido.
-¡Ah! Carlos se fue de caza. No lo he visto desde las siete. Se ha querido
marchar, a pesar de que le dije lo enferma que estaba. Respondió que no
estaría mucho fuera, pero todavía no ha regresado y ya es casi la una. Es lo que
te decía, no he visto un alma en toda esta larguísima mañana.
-¿No has estado con tus niños?
-Sí, mientras he podido soportar su bullicio; pero son tan traviesos que me
hacen más mal que bien. Carlitos no obedece en nada y Walter crece igual de malo.
-Bueno; ahora te pondrás mejor -replicó Ana jovialmente-. Ya sabes que
siempre te curo en cuanto llego. ¿Cómo están tus vecinos de la Casa Grande?
-No puedo decirte nada de ellos. Hoy no he visto más que al señor Musgrove,
que se ha detenido un momento y me ha hablado por la ventana, pero sin bajar
del caballo. Por mucho que les dije lo mal que estaba, ninguno de ellos se me
acercó. Me figuro que habrá sido porque a las señoritas Musgrove no les venía
de paso y nunca se salen de su camino.
-Tal vez los veas antes de que pase la mañana. Es temprano todavía. –
-Ni falta que me hacen, puedes estar segura. Encuentro que charlan y ríen
demasiado. ¡Ay, Ana, qué mal estoy! ¿Cómo no viniste el jueves?
-Querida María, acuérdate de que me mandaste decir que estabas bien. Me
escribiste con la mayor alegría diciéndome que te hallabas perfectamente y que
no me diera prisa en venir. Por ello quise quedarme hasta el final con Lady
Russell; y además del cariño que le tengo, estuve tan ocupada, y he tenido tanto
que hacer que de ninguna manera hubiese podido salir antes de Kellynch.
-Pero, ¿qué es lo que tuviste que hacer?
-Muchísimas cosas, te lo aseguro. Más de las que puedo recordar en este
momento, pero voy a decirte algunas. Hice un duplicado del catálogo de libros y
cuadros de mi padre. Estuve varias veces en el jardín con Mackenzie, tratando
de entender y dándole a entender a él cuáles eran las plantas de Isabel que
debían apartarse para Lady Russell. Tuve que arreglar muchas pequeñas cosas
mías: libros y música que separar; y tuve que rehacer todos mis baúles, debidoa
que no supe a tiempo lo que se había decidido acerca de los acarreos. Y tuve
que hacer una cosa, María, más fatigosa aún: ir a casi todas las casas de la
parroquia en visita de despedida, pues así me lo encargaron. Todas estas cosas llevan mucho tiempo.
-¡Sin duda!
Y después de una pausa:
-Pero no me has preguntado nada de nuestra cena de ayer en casa de los Poole.
-¿Conque fuiste? No te pregunté nada porque me figuré que habías tenido que renunciar a la invitación.
-Claro que fui. Ayer me encontraba muy bien; no he sentido nada hasta esta
mañana. Habría parecido muy raro si no hubiese ido.
-Me alegro de que estuvieses lo bastante bien y supongo que pasaste un rato muy agradable.
-Nada del otro mundo. Siempre se sabe de antemano lo que va a ser una cena
y a quiénes vas a encontrar allí. ¡Y es tan incómodo no tener coche propio! Los
señores Musgrove me llevaron en el suyo y anduvimos como sardinas en lata
¡Son tan corpulentos y ocupan tanto espacio! El señor Musgrove siempre se
sienta delante. Yo iba aplastada en el asiento trasero entre Enriqueta y Luisa. No
me extrañaría que toda mi enfermedad de hoy se debiera a eso.
Con un poco más de perseverante paciencia y de forzada jovialidad consiguió
Ana que María se restableciese prontamente. Al poco rato ya pudo incorporarse
en el sofá y empezó a acariciar la esperanza de poder dejarlo para la hora de la
comida. Luego olvidó su postración y se fue al otro extremo del salón para
arreglar un ramo de flores. Se comió unos fiambres y se sintió tan aliviada que
propuso ir a dar un paseo.
-¿Adónde iremos? -preguntó en cuanto estuvieron listas-. Me imagino que no
querrás ir a visitar a los de la Casa Grande antes de que ellos hayan venido a verte.
-No tengo ningún inconveniente -replicó Ana-. Nunca se me ocurriría reparar
en esas formalidades con gente como los señores y las señoritas Musgrove, a los que tanto conozco.
-Sí, pero son ellos los que deben visitarte a ti primero. Deben saber cómo han
de tratarte por ser mi hermana. Sin embargo, podemos ir muy bien y sentarnos
con ellos un ratito, y cuando ya estemos satisfechas de la visita, nos distraemos con el paseíto de vuelta.
Ana siempre había considerado esa clase de trato como una gran imprudencia,
pero desistido de oponerse porque creía que a pesar de que las dos familias se
inferían mutuamente continuas ofensas, no podían estar la una sin la otra. Se
dirigieron por tanto a la Casa Grande y estuvieron una buena media hora en el
cuadrado gabinete decorado a la antigua usanza, con su pequeña alfombra y su
lustroso suelo, al que las actuales hijas de la casa fueron dando gradualmente
su aire peculiar de confusión, con un gran piano, un arpa, floreros y mesitas a
diestra y siniestra. ¡Ah, si los originales de los retratos colgados contra el arrimadero,
si los caballeros vestidos de pardo terciopelo y las damas envueltas en
rasos azules hubiesen visto lo que pasaba y hubiesen tenido conciencia de
aquel atentado contra el orden y la pulcritud! Aquellos mismos retratos parecían
estar contemplando boquiabiertos todo a su alrededor.
Los Musgrove, al igual que su casa, estaban en un estado de mudanza que tal
vez era para bien. El padre y la madre se ajustaban a la vieja tradición inglesa, y
la gente joven, a la nueva. El señor y la señora Musgrove eran de muy buena
pasta, amistosos y hospitalarios, no muy educados y nada elegantes. Las ideas
y modales de sus hijos eran más modernos. Era una familia numerosa, pero los
dos únicos hijos crecidos, excepto
Carlos, eran Enriqueta y Luisa, jóvenes de diecinueve y veinte años, que
tenían de una escuela de Exeter todo el acostumbrado bagaje de talentos, y que
ahora se dedicaban, como miles de otras señoritas, a vivir a la moda, felices y
contentas. Sus trajes tenían todas las gracias, sus caras eran más bien bonitas,
su humor excelente y sus modales, desenvueltos y agradables; eran muy
consideradas en su casa y mimadas fuera de ella. Ana siempre las había mirado
como a unas de las más dichosas criaturas que había conocido; no obstante, por
esa grata sensación de superioridad que solemos experimentar y que nos salva
de desear cualquier posible cambio, no habría trocado su más fina y cultivada
inteligencia por todos los placeres de Luisa y Enriqueta; lo único que les
envidiaba era aquella apariencia de buena armonía y de mutuo acuerdo y aquel
afecto alegre y recíproco que ella había conocido tan poco con sus dos hermanas.
Las recibieron con gran cordialidad. Nada parecía mal en el seno de la familia
de la Casa Grande; toda ella -como Ana sabía muy bien- era completamente
irreprochable. La media hora transcurrió agradablemente, y Ana no se
sorprendió en absoluto cuando al marcharse María invitó a las dos señoritas
Musgrove a que las acompañaran en su paseo.