Persuasión – Jane Austen
Ana no necesitaba visitar Uppercross para saber que, cuando se traslada de un
lugar a otro, aunque no sea más que a tres millas de distancia, la gente suele
cambiar de conversaciones, de opiniones y de ideas. Había estado allí antes y
siempre lo había notado, y hubiese querido que los otros Elliot tuviesen ocasión
de ver_ cuán desconocidos y desconsiderados eran en Uppercross los asuntos
que en Kellynch Hall se trataban con tanto interés y general aspaviento. Pese a
esta experiencia creía que iba a tener que pasar por una nueva y necesaria
lección en el arte de aprender lo poca cosa que somos fuera de nuestro propio
círculo. Ana llegó totalmente embargada por los acontecimientos que habían
tenido en vilo durante varias semanas las dos casas de Kellynch, y esperó
encontrar más curiosidad y simpatía de las que hubo en las observaciones
separadas pero similares que le hicieron el señor y la señora Musgrove.
¿Conque Sir Walter y su hermana se han marchado, señorita Ana? ¿Y en qué
parte de Bath cree usted que van a radicarse?
Y esto sin prestar mucha atención a la respuesta. En cuanto a las dos
muchachas, agregaron solamente:
-Me parece que este invierno iremos a Bath; pero acuérdate, papá, de que si
vamos, tendremos que vivir en un buen lugar. ¡No nos vengas con tus Plazas de la Reina!
Y María, ansiosa, comentó:
-¡Caramba, pues sí que voy a lucirme mientras todos ustedes se van a divertir a Bath!
Ana determinó precaverse de allí en más contra semejantes desilusiones y
pensó con intensa gratitud que era un don extraordinario gozar de una amistad
tan sincera y afectuosa como la de Lady Russell.
Los señores Musgrove tenían sus propios afanes; vivían acaparados por sus
caballos, sus perros y sus periódicos, y las mujeres estaban pendientes de todos
los demás asuntos del hogar, de sus vecinos, de sus trajes, de sus bailes y de
su música. Ana encontraba muy razonable que cada pequeña comunidad social
dictase su propio régimen, y esperara convertirse en poco tiempo en un miembro
digno de la comunidad a que había sido trasplantada. Con la perspectiva de
pasar dos meses por lo menos en Uppercross, se esforzaba por dar a su
imaginación, memoria e ideas un giro lo más uppercrossiano posible.
Esos dos meses no la espantaban. María no era tan hostil ni tan despegada ni
tan inaccesible a la influencia de sus hermanas como Isabel. Y ninguno de los
otros moradores de la quinta se mostraba reacio al buen acuerdo. Ana había
estado siempre en los mejores términos con su cuñado, y los niños, que la
querían y la respetaban mucho más que a su madre, eran para ella un objeto de
interés, de distracción y de sana actividad.
Carlos Musgrove era muy fino y simpático; su juicio y su carácter eran sin duda
alguna superiores a los de su mujer; pero no era capaz, ni por su conversación
ni por su encanto, de hacer del pasado que lo unía a Ana un recuerdo peligroso.
Sin embargo, Ana pensaba lo mismo que Lady Russell, que era una lástima que
Carlos no hubiese hecho un matrimonio más afortunado, y que una mujer más
sensata que María habría podido sacar mejor partido de su carácter, dando a
sus costumbres y ambiciones mayor utilidad, razón y elegancia. A la sazón,
Carlos no se interesaba más que por los deportes, y fuera de ellos desperdiciaba
el tiempo sin beneficiarse de las enseñanzas de los libros ni de nada. Gozaba de
un humor a toda prueba y nunca parecía afectarse demasiado por el tedio
frecuente de su esposa, soportando a veces sus desatinos con gran admiración
de Ana. Muy a menudo tenían pequeñas disputas (riñas en las que Ana tenía
que participar más de lo que hubiese querido, pues ambas partes reclamaban su
arbitraje), pero en general podían pasar por una pareja feliz. Siempre estaban de
acuerdo en lo tocante a su necesidad de disponer de más dinero y tenían una
fuerte tendencia a esperar un buen regalo del padre de él. Pero tanto en esto
como en todo lo demás, Carlos quedaba siempre mejor que María, pues
mientras ésta consideraba un terrible agravio que tal regalo no llegase, Carlos
defendía a su padre, diciendo que tenía muchas otras cosas en que emplear su
dinero y el derecho a gastárselo como le diera la gana.
En cuanto a la crianza de sus hijos, las teorías de Carlos eran mucho mejores
que las de su mujer y su práctica no era mala.
-Podría educarlos muy bien si María no se metiese -solía decir a Ana. Y ésta lo creía firmemente.
Pero luego tenía que escuchar los reproches de María:
-Carlos malcría a los chicos de tal modo que me es imposible hacerles obedecer.
Y nunca sentía la menor tentación de decirle: “Es cierto”.
Una de las circunstancias menos agradables de su residencia en Uppercross
era que todos la trataban con demasiada confianza y que estaba demasiado al
tanto de las ofensas de cada casa. Como sabían que tenía alguna influencia
sobre su hermana, una y otra vez acudían a ella o por lo menos le insinuaban
que interviniese hasta más allá de lo que estaba en sus manos.
-Me gustaría que convencieras a María de que no esté siempre imaginándose enferma -le decía Carlos.
Y María, en tono compungido, exclamaba:
-Carlos, aunque me viese muriéndome, no creería que estoy enferma. Estoy
segura, Ana, de que si tú quisieras podrías convencerlo de que estoy en verdad
muy enferma, mucho peor de lo que parece.
Luego María declaraba:
-Me disgusta terriblemente mandar a los chicos a la Casa Grande, a pesar de
que su abuela los reclama constantemente, porque los subleva y los mima
demasiado además de darles una porción de porquerías y dulces, con lo cual no
hay día que no vuelvan a casa enfermos o cargantes hasta que se acuestan.
Y la señora Musgrove aprovechaba la primera oportunidad de estar a solas con Ana para decirle:
-¡Ay, señorita Ana! ¡Ojalá mi nuera aprendiese un poco de su manera de tratar
a los niños! ¡Son tan diferentes con usted esas criaturas! Porque no sabe usted
cuán malcriados están. Es una lástima que no pueda usted convencer a su
hermana de que los eduque mejor. Son los chicos más guapos y sanos que he
visto nunca; pobrecillos míos, la pasión no me ciega; pero la mujer de Carlos no
tiene idea cómo debe educarlos. ¡Virgen santa! ¡A veces se ponen insufribles! Le
aseguro, señorita Ana, que me quitan el gusto de verlos en casa tan a menudo
como quisiera. Sospecho que la mujer de Carlos está un poco resentida porque
no los invito a venir con más frecuencia; pero ¿usted sabe lo molesto que es
estar con chiquillos cuando hay que bregar con ellos a cada momento
diciéndoles: “No hagas eso, no hagas aquello”? Y si una quiere estar un poco
tranquila, no tiene otro recurso que darles más pasteles de los que les convienen.
Además, María le comunicó lo siguiente:
-La señora Musgrove cree que sus criadas son tan formales que sería un
crimen abrirle los ojos; pero estoy segura, sin exageración, de que tanto su
primera doncella como su lavandera, en vez de dedicarse a sus tareas, se pasan
todo el santo día correteando por el pueblo. Me las encuentro adondequiera que
voy, y puedo decir que nunca entro dos veces en el cuarto de mis chicos sin ver
allí a una o a la otra. Si Jemima no fuese la persona más segura y más seria del
mundo, eso sería suficiente para echarla a perder, pues me ha dicho que las
otras la están siempre incitando a que se vaya de paseo con ellas.
Por su parte, la señora Musgrove decía:
-Me he prometido no meterme nunca en los asuntos de mi nuera, porque ya sé
que no serviría de nada; pero debo decirle, señorita Ana, ya que usted puede
poner las cosas en su lugar, que no tengo en buen concepto al ama de María.
He oído contar de ella unas historias muy extrañas y decir que es una
trotacalles. Por lo que sé yo misma puedo decir que es una pícara de tomo y
lomo capaz de estropear a cualquier sirvienta que se le acerque. Ya sé que la
mujer de Carlos responde enteramente de ella, pero yo me limito a avisarle para
que pueda vigilarla y para que si ve usted algo que le llame la atención no tenga
reparo en explicar lo que sucede.
Otras veces María se quejaba de que la señora Musgrove se las ingeniaba
para no darle a ella la precedencia que se le debía cuando comían en la Casa
Grande con otras familias, y no veía por qué razón se la tenía tan en menos en
aquella casa para privarla del lugar que legítimamente le correspondía. Y un día,
mientras Ana paseaba a solas con las señoritas Musgrove, una de ellas,
después de haber estado hablando del rango, de la gente de alto rango y de la manía del rango, dijo:
-No tengo reparo en observarle lo estúpidas que se ponen ciertas personas
con la cuestión de su lugar, porque todos sabemos lo poco que le importan a
usted esas cosas; pero me gustaría que alguien le hiciese ver a María cuánto
mejor sería que se dejase de esas terquedades y especialmente que no
anduviese siempre adelantándose para quitarle el sitio a mamá. Nadie duda de
sus derechos a la precedencia por encima de mamá, pero sería más discreto
que no estuviese siempre insistiendo en eso. No es que a mamá la preocupe en
lo más mínimo, pero sé que muchas personas se lo han criticado.
¿Cómo podía Ana arreglar esas diferencias? Lo más que podía hacer era
escuchar con paciencia, suavizar las asperezas y excusar a los unos delante de
los otros; sugerir a todos la tolerancia necesaria en tan estrecha vecindad y
hacer que sus consejos fuesen lo bastante amplios para que alcanzasen a aprovechar a su hermana.
En otros aspectos, su visita empezó y continuó sin tropiezos. Su estado de
ánimo mejoró con sólo haberse alejado tres millas de Kellynch y con el cambio
de lugar y de ocupaciones. Las indisposiciones de María disminuyeron al tener
una compañía permanente; y las cotidianas relaciones con la otra familia, como
no tenían que interrumpir en la quinta ningún afecto, confianza o cuidado superior,
eran más bien una ventaja. Dicha comunicación era lo más frecuente
posible; todas las mañanas se veían y era raro que pasaran una tarde
separados; Ana creía que ya no se habrían hallado sin ver las respetables
humanidades del señor y de la señora Musgrove en los sitios acostumbrados, o
sin la charla, la risa y los cantos de sus hijas.
Ana tocaba el piano mucho mejor que una u otra de las señoritas Musgrove;
pero como no tenía voz ni conocimiento del arpa, ni padres embelesados
sentados delante de ella, nadie reparaba en su habilidad más que por cortesía o
porque permitía descansar a los demás ejecutantes, lo que a ella no le pasaba
inadvertido. Sabía que cuando tocaba a nadie daba gusto más que a sí misma;
pero esto no le era nuevo, exceptuando un corto período de su vida; nunca,
desde la edad de catorce años, en que perdió a su madre, había conocido la
dicha de ser escuchada o alentada por una justa apreciación de verdadero
gusto. En la música se había tenido que acostumbrar a sentirse sola en el
mundo; y el ciego entusiasmo del señor y de la señora Musgrove por los talentos
de sus hijas, con su total indiferencia hacia los de cualquier otra persona, le
daba mucho más placer por la ternura que significaba, que mortificación por sí misma.
Las tertulias de la Casa Grande se engrosaban a veces con la concurrencia de
otras personas. La vecindad no era muy extensa, pero todo el mundo acudía a
casa de los Musgrove, y tenían más banquetes, más huéspedes y más visitantes
ocasionales o invitados que ninguna otra familia. Eran los más populares.
Las muchachas morían por bailar, y las tardes finalizaban muchas veces con
un pequeño baile improvisado. Había una familia de primos cerca de
Uppercross, de posición menos desahogada, que tenía en casa de los Musgrove
su centro de diversiones; llegaban a cualquier hora y tocaban, bailaban o hacían
lo que se presentase. Ana, que prefería el oficio de pianista a cualquier otro más
activo, tocaba las contradanzas a las horas de las reuniones; sólo por esta
amabilidad, los señores Musgrove apreciaban sus dotes musicales, y a menudo le dirigían estos cumplidos:
-¡Muy bien tocado, señorita Ana! ¡Muy bien tocado por cierto! ¡Bendito sea
Dios, cómo vuelan esos deditos!
Así transcurrieron las tres primeras semanas. Llegó el día de san Miguel y el
corazón de Ana se apresuró otra vez por Kellynch. Su hogar estaba en manos
de extraños; aquellas preciosas habitaciones con todo lo que contenían,
aquellas arboledas y aquellas perspectivas empezaban a pertenecer a otros ojos
y a otros cuerpos… El 29 de septiembre no pudo pensar en nada más, y por la
tarde recibió una grata emoción cuando María, al detenerse en el día del mes en que estaban, exclamó:
-¡Querida!, ¿no es hoy el día en que los Croft van a instalarse en Kellynch? Me
alegra no haberlo pensado antes. ¡Cómo me habría entristecido!
Los Croft tomaron posesión de la casa con un aparato completamente naval, y
hubo que ir a visitarlos. Maria deploró verse obligada a aquello. Nadie podía
imaginarse el sufrimiento que eso le causaba. Lo diferiría todo lo posible. Pero
no estuvo tranquila hasta que hubo convencido a Carlos de que la llevase
cuanto antes, y cuando volvió estaba en un estado de agradable excitación y de
alborotadas fantasías. Ana se congratuló sinceramente de no haber ido con
ellos. Sin embargo, deseaba ver a los Croft y le encantó estar en casa cuando
ellos devolvieron la visita. Cuando llegaron, el señor de la casa no estaba, pero
las dos hermanas se encontraban juntas. Sucedió entonces que la señora Croft
se apoderó de Ana, mientras el almirante se sentaba junto a María, deleitándola
con sus chistosos comentarios acerca de sus chiquillos. Y Ana pudo dedicarse a
buscar un parecido que, si no halló en las facciones, reconoció en su voz y en su
modo de sentir y de expresarse.
La señora Croft no era alta ni gorda, pero tenía una arrogancia, una tiesura y
una robustez que daban presencia a su persona. Sus ojos eran oscuros y
brillantes, sus dientes hermosos, y en conjunto su rostro era agradable, aunque
su tez enrojecida y curtida por la intemperie, a consecuencia de pasarse en el
mar casi tanto tiempo como su marido, hacía creer que tenía varios años más de
los treinta y ocho que contaba. Sus modales eran francos, desenvueltos y
decididos como los de una persona que confía en sí misma y que no duda de lo
que tiene que hacer, sin que eso significase ni asomo de rudeza ni ninguna falta
de buen carácter. Ana le agradeció sus sentimientos de gran consideración
hacia ella, en todo lo que le dijo de Kellynch; estuvo muy complacida y más
porque se tranquilizó pasado el primer medio minuto, en el mismo instante de la
presentación, al ver que la señora Croft no daba ninguna- muestra de estar en
antecedentes o de tener sospechas de algo que torciese para nada sus
intenciones. Estuvo del todo descansada sobre el particular y por lo mismo llena
de fuerza y de valor, hasta que en un momento se heló al oír que la señora Croft decía:
-¿De modo que fue usted y no su hermana a quien tuvo el gusto de conocer mi
hermano cuando estuvo aquí?
Ana estaba segura de que ya había pasado la edad del rubor, pero no la edad
de la emoción, a juzgar por lo ocurrido.
-Puede que no haya usted oído decir que se casó -agregó la señora Croft.
Ana pudo contestar entonces como era debido; y cuando las siguientes
palabras de la señora Croft aclararon de cuál señor Wentworth estaba hablando,
se alegró de no haber dicho nada que no pudiese aplicarse a ambos hermanos.
Al momento comprendió cuán razonable era que la señora Croft pensara y
hablara de Eduardo y no de Federico, y avergonzada de su error preguntó con el
debido interés cómo le iba a su antiguo vecino en su nuevo estado.
El resto de la conversación fue ya tranquilísima; hasta el momento de
levantarse, en que oyó que el almirante decía a María:
-Pronto va a llegar un hermano de la señora Croft. Creo que usted ya lo conoce de nombre.
Lo interrumpió en seco el vehemente ataque de los chiquillos, que se
prendieron de él como de un antiguo amigo y declararon que no se iba a
marchar. El les propuso llevárselos metidos en sus bolsillos, con lo cual aumentó
el alboroto y ya no hubo lugar para que el almirante acabase o se acordara de lo
que había empezado a decir. Ana pudo, pues, persuadirse, en lo que cabía, de
que se trataba aún del hermano en cuestión. No logró, sin embargo, llegar a tal
grado de certidumbre que no estuviese ansiosa por saber si los Croft habían
dicho algo más sobre el particular en la otra casa en donde habían estado antes.
La gente de la Casa Grande iba a pasar la tarde aquel día a la quinta, y como
ya estaba la estación muy avanzada para que semejantes visitas pudiesen
hacerse a pie, aguzaban el oído para percibir el ruido del coche, cuando la
menor de las chicas Musgrove entró en la habitación. La primera y negra idea
que se les ocurrió fue que venía a decir que no irían, y que tendrían que pasarse
la tarde solas. Maria estaba a punto de sentirse ofendida, cuando Luisa
restableció la calma anunciando que se había adelantado ella a pie con objeto
de dejar espacio en el coche para el arpa que transportaban.
-Y además -agrego- voy a explicarles la causa de todo esto. He venido para
advertirles que mamá y papá están esta tarde muy deprimidos; mamá
especialmente. No hace más que pensar en el pobre Ricardo. Y acordamos que
sería mejor tocar el arpa, pues parece que la divierte más que el piano. Y voy a
decirles por qué está tan desanimada. Cuando vinieron los Croft esta mañana
(luego estuvieron aquí, ¿verdad?), dijeron que su hermano, el capitán
Wentworth, acaba de volver a Inglaterra o que ha sido licenciado o algo por el
estilo, y que vendrá a verlos de un momento a otro. Lo peor de todo es que a
mamá se le ocurrió, cuando los Croft se hubieron ido, que Wentworth, o algo
muy parecido, era el apellido del capitán del pobre Ricardo un tiempo, no sé
cuándo ni dónde, pero mucho antes de que muriera, pobre chico. Se puso a
revisar sus cartas y sus cosas y cnfirmó su sospecha; está absolutamente
segura que ése es el hombre de que se trata y no cesa de pensar en él y en el
pobre Ricardo. Tenemos que estar lo más alegres posible para distraerla de esos negros pensamientos.
Las verdaderas circunstancias de este patético episodio de una historia de
familia eran que los Musgrove tuvieron la mala fortuna de echar al mundo un hijo
cargante e inútil y la buena suerte de perderlo antes de que llegase a los veinte
años; que lo mandaron al mar porque en tierra era la más estúpida e
ingobernable de las criaturas; que su familia nunca se había preocupado mucho
por él, aunque siempre más de lo que merecía; y que rara vez se supo de él y
poco lo extrañaron, cuando dos años atrás llegó a Uppercross la noticia de que había muerto en el extranjero.
Aunque sus hermanas hacían por él todo lo que estaba a su alcance,
llamándolo ahora “pobre Ricardo”, en realidad nunca había sido más que el muy
mentecato, desnaturalizado e inaprovechable Ricardito Musgrove, que nunca, ni
vivo ni muerto, hizo nada que le hiciese digno de más título que aquel diminutivo en su nombre.
Estuvo varios años navegando y en el curso de esos traslados a que todos los
marinos mediocres están sujetos, y en especial aquellos a quienes todos los
capitanes desean quitarse de encima, fue a dar por seis meses a la fragata
Laconia del capitán Federico Wentworth. A bordo de la Laconia y a instancias de
su capitán escribió las únicas dos cartas que sus padres recibieron de él durante
toda su ausencia; es decir, las dos únicas cartas desinteresadas, pues todas las
demás no habían sido más que simples pedidos de dinero.
En todas ellas habló bien de su capitán; pero sus padres estaban tan poco
habituados a fijarse en tales cuestiones y les tenían tan sin cuidado los nombres
de hombres o de barcos, que entonces apenas repararon en ello. El hecho de
que la señora Musgrove hubiese tenido aquel día la súbita inspiración de
acordarse de la relación que guardaba con su hijo el nombre Wentworth parecía
uno de esos extraordinarios chispazos de la mente que se dan de tarde en tarde.
Acudió a sus cartas y encontró confirmadas sus suposiciones. La nueva lectura
de aquellas cartas después de tan largo tiempo desde que su hijo desapareciera
para siempre y después que todas sus faltas hubieron sido olvidadas, la afectó
sobremanera y la sumió en un gran desconsuelo que no había sentido ni cuando
se enteró de su fallecimiento. El señor Musgrove también estaba afectado,
aunque no tanto; y cuando llegaron a la quinta se hallaban en evidente
disposición de que primero se escuchasen sus lamentaciones, y luego de recibir
todos los consuelos que su alegre compañía pudiese suministrarles.
Fue una nueva prueba para los nervios de Ana tener que oírles hablar hasta
por los codos del capitán Wentworth, repetir su nombre, rebuscar en sus
memorias de los pasados años y por fin afirmar que debía ser, que
probablemente sería, que era sin duda el mismo capitán Wentworth, aquel
guapo joven que recordaban haber visto una o dos veces después de su regreso
de Clifton, sin poder precisar si hacía de eso siete u ocho años. Pensó, sin
embargo, que tendría que acostumbrarse. Puesto que el capitán iba a llegar a la
comarca, le era preciso dominar su sensibilidad en lo tocante a este punto. Y no
sólo parecía que lo esperaban y muy pronto, sino que los Musgrove, con su
ardiente gratitud por la bondad con que había tratado al pobre Ricardito y con el
gran respeto que sentían por su temple, evidenciado en el hecho de haber
tenido seis meses al pobre muchacho Musgrove a su cuidado, quien hablaba de
él con grandes aunque no muy bien ortografiados elogios, diciendo que era “un
compañero muy vueno y muy brabo, sólo demasiado parecido al maestro de la
ezcuela” , estaban decididos a presentársele y a solicitar su amistad en cuanto
supiesen que había llegado.
Esta resolución contribuyó a consolarlos aquella tarde.