Persuasión – Jane Austen
A los pocos días se supo que el capitán Wentworth había arribado a Kellynch. El
señor Musgrove fue a visitarlo y volvió haciendo de él los más encendidos
elogios y diciendo que lo había invitado a ir con los Croft a cenar a Uppercross a
fines de la siguiente semana. Fue una gran contrariedad para el señor Musgrove
no poder celebrar antes dicha cena, tal era su impaciencia por demostrar su gratitud
al capitán Wentworth, teniéndolo bajo su techo y dándole la bienvenida con
todo lo más fuerte y mejor que hubiese en sus bodegas. Pero tenía que esperar
una semana. “Sólo una semana”, se decía Ana, para que, según suponía,
volviesen a encontrarse; y pronto empezó a desear sentirse segura una semana siquiera.
El capitán Wentworth devolvió sin tardanza la fineza del señor Musgrove, y por
cuestión de media hora no estuvo Ana presente. Estaban ella y María
preparándose para ir a la Casa Grande, donde, como más tarde supieron, se lo
habrían encontrado sin poder evitarlo, cuando llevaron a la casa al chico mayor
que había dado una mala caída, y esto las retuvo. La situación del niño dejó la
visita completamente de lado, pero Ana no pudo enterarse con indiferencia del
peligro del que había escapado, ni siquiera en medio de la grave ansiedad que
luego les causara la criatura.
El pequeño se había dislocado la clavícula y había recibido tal contusión en la
espalda que hizo concebir los más grandes temores. Fue una tarde de angustia
y Ana tuvo que hacerlo todo a la vez: mandar por el médico, buscar e informar al
padre de lo ocurrido, atender a la madre y socorrer sus ataques de nervios,
dirigir a los criados, apartar al chico menor y cuidar y calmar al pobre
accidentado. Y además, en cuanto se acordó, avisar a la otra casa de lo
acontecido, lo que trajo una avalancha de gente que más que ayudar
eficazmente no hizo otra cosa que aumentar la confusión.
El primer consuelo fue el regreso de su cuñado, que se encargó de cuidar a su
mujer, y el segundo alivio fue la llegada del médico. Hasta que él llegó y
examinó al pequeño, lo peor de los temores de la familia era su vaguedad;
suponían que tenía una grave lesión, pero no sabían dónde. La clavícula fue en
seguida repuesta en su lugar, y aunque el doctor Robinson palpaba y palpaba, y
volvía a tocar, mirando gravemente y hablando en voz baja con el padre y la tía,
todos se tranquilizaron y ya pudieron irse y comerse su cena en un estado de
ánimo algo más sosegado. Momentos antes de partir, las dos jóvenes tías
dejaron de lado la situación de su sobrino para hablar de la visita del capitán
Wentworth; se quedaron cinco minutos más, cuando ya sus padres se habían
marchado, para tratar de expresar lo encantadas que estaban con él, diciendo
que lo encontraban mucho más apuesto e infinitamente más agradable que
ninguno de los hombres que conocían y que fueran antes sus favoritos; lo
contentas que se pusieron cuando oyeron que su papá lo invitaba a quedarse a
cenar; lo tristes que se quedaron cuando él contestó que le era imposible y lo
felices que volvieron a sentirse cuando, apremiado por las otras invitaciones que
le hacían los señores Musgrove, prometió ir a cenar con ellos al día siguiente.
¡Al día siguiente! Y lo prometió de un modo cautivador, como si interpretase con
acierto el motivo de aquellas atenciones. En suma, que había mirado y hablado
de todo con una gracia tan deliciosa que las niñas Musgrove podían asegurarles
que las dos estaban locas por él. Y se marcharon tan alborozadas como
enamoradas, y, en apariencia, más preocupadas por el capitán Wentworth que por el pequeño Carlitos.
La misma escena y los mismos arrebatos se repitieron cuando las dos
muchachas volvieron con su padre al caer de la tarde, para saber cómo seguía
el niño. El señor Musgrove, disipada su primera inquietud por su heredero,
confirmó las alabanzas al capitán y manifestó su esperanza de que no hubiera
necesidad de aplazar la invitación que le habían hecho, lamentando únicamente
que los de la quinta de seguro no querrían dejar al niño para asistir también a la cena.
-¡Oh, no! ¡Nada de dejar al chico!
El padre y la madre estaban demasiado afectados por la seria y reciente
alarma para poder ni siquiera considerarlo una posibilidad. Y Ana, con la alegría
de volver a librarse, no pudo menos que añadir sus calurosas protestas a las de ellos.
Sin embargo, Carlos Musgrove manifestó más tarde deseo de ir. El chico iba
tan bien y él tenía tantas ganas de que le presentaran al capitán Wentworth, que
tal vez iría a reunirse con ellos por la tarde; no quería cenar fuera de casa, pero
podía ir a dar un paseo de media hora. Al oír esto, su mujer puso el grito en el cielo:
-¡Ah, no, Carlos, de ningún modo! No podría soportar que te fueses. ¿Qué
sería de mí si sucediera algo?
El niño pasó una buena noche y al día siguiente ya estaba mucho mejor. Era
cuestión de tiempo el cerciorarse si se le había lesionado la espina dorsal, pero
el doctor Robinson no encontraba nada que pudiese dar lugar a alarma, y por
consiguiente Carlos Musgrove empezó a pensar que no había ninguna
necesidad de seguir confinado. El niño tenía que quedarse en cama y distraerse
lo más quietamente posible, pero el padre ¿qué tenía que hacer allí? Era cosa
de mujeres, y le parecía muy absurdo que él, que en nada podía ayudar en la
casa, tuviese que permanecer recluido en ella. Su padre estaba deseoso de presentarle
al capitán Wentworth y como no había ninguna razón de peso en contra
de ello, tenía que ir. Todo acabó en que al volver de su cacería, Carlos
Musgrove declaró pública y audazmente que pensaba vestirse acto seguido e ir a cenar a la otra casa.
-El chico no puede estar mejor -dijo- y por lo tanto le acabo de decir a mi padre
que iré y él ha opinado que hago muy bien. Estando tu hermana contigo, amor
mío, no tengo ningún temor. Que tú no te separes del niño, santo y bueno; pero
ya ves que yo no sirvo aquí de nada. Si pasara algo, que Ana vaya a buscarme.
Las esposas y los maridos por lo general entienden cuándo son vanas las
oposiciones. María supo por el modo de hablar de Carlos, que éste estaba
absolutamente resuelto a irse y que sería inútil contrariarlo. Por lo tanto no dijo
nada hasta que se hubo marchado, pero tan pronto estuvo a solas con Ana, exclamó:
-¡Vamos! Ya nos dejaron solas para que nos las arreglemos con este pobre
enfermito y en toda la tarde no vendrá nadie a vemos. Ya sabía yo que esto
pasaría. ¡Siempre me ocurre lo mismo! En cuanto sucede algo desagradable
puedes estar segura de que van a esfumarse, y Carlos no es mejor que los
demás. ¡Qué fresco! Hace falta no tener entrañas para abandonar de este modo
a su pobre hijito y decir, encima, que no le pasa nada. ¿Cómo sabe que no le
pasa nada o que no puede sobrevenir un cambio repentino dentro de media
hora? Nunca creí que Carlos fuera tan desalmado. Ahí lo tienes, largándose a
divertirse y yo, como soy la pobre madre, no tengo derecho a moverme. Pues
por cierto que yo soy la menos capaz de atender al chico. El hecho de que sea
su madre es una razón para que no se pongan mis sentimientos a prueba. No
puedo resistirlo. Ya viste qué nerviosa me puse ayer.
-Pero no fue más que el efecto de tu súbita alarma, de la impresión. Ya no
volverás a ponerte nerviosa. Estoy casi segura de que no ocurrirá nada que nos
inquiete. He comprendido muy bien las instrucciones del doctor Robinson y no
tengo ningún temor. No me extraña la actitud de tu marido. Cuidar a los chicos
no es cosa de hombres; no es asunto de su incumbencia. Un niño enfermo debe
estar siempre al cuidado de su madre, sus propios sentimientos se lo imponen.
-Creo que quiero a mis hijos como la que más, pero no que sea más útil yo a la
cabecera que Carlos, porque no puedo estar todo el tiempo regañando y
contrariando a una pobre criatura cuando está enferma; ya has visto esta
mañana: bastaba que le dijera que se estuviese quieto para que empezara a
agitarse. Yo no puedo soportar estas cosas.
-Pero, ¿estarías tranquila si te pasaras toda la tarde lejos del pobre niño?
-Sí; ya viste que su padre lo está; ¿por qué entonces yo no? ¡Jemima es tan
diligente! Nos podría enviar información acerca del estado del chico a cada hora.
Carlos podía haber dicho a su padre que iríamos todos. Carlitos ya no me inquieta
tanto; lo mismo que a él. Ayer estaba asustadísima, pero las cosas han cambiado mucho hoy día.
-Está bien entonces; si no crees que es demasiado tarde para avisar que irás,
anda con tu marido. Yo cuidaré a Carlitos. Los señores Musgrove no se
ofenderán si yo me quedo con el niño.
-¿Lo dices en serio? -exclamó María con los ojos brillantes-. ¡Hermana, ¡has
tenido la mejor idea!, ¡magnífica! Puedes esta segura que finalmente es lo
mismo si voy que si no voy, ya que nada soluciono quedándome aquí, ¿estás de
acuerdo? Lo único que haría sería cansarme. Tú, que no sientes como una
madre, eres la más indicada para quedarte. Tú logras que Carlitos obedezca; a ti
siempre te hace caso. Es mejor que dejarlo solo con Jemima. ¡Por supuesto que
iré! Pudiendo, conviene mucho más que vaya yo que Carlos, porque está muy
interesado en que conozca al capitán Wentworth, y ya sé que a ti no te importa
quedarte sola. ¡Has tenido una idea excelente, Ana! Voy a decírselo a Carlos y
estaré lista en un minuto. Ya sabes que puedes mandarnos recado en cualquier
momento si pasara algo, aunque te puedo asegurar que nada desagradable
sucederá. Si no estuviera tranquila del todo respecto de mi hijito querido, no iría; no lo dudes.
Un momento después, Maria llamaba al tocador de Carlos, y Ana, que subía
por las escaleras detrás de ella, llegó a tiempo para oír toda la conversación,
que empezó con María, hablando con gran excitación:
-¡Quiero ir contigo, Carlos, porque no hago más falta en casa que tú! Si
estuviera más tiempo encerrada con el niño, no podría convencerlo de hacer lo
que debe hacer. Ana se quedará con él; ha decidido permanecer en casa y
ocuparse del chico. Ella misma me lo ha propuesto; de modo que puedo ir
contigo. Y será mucho mejor, pues no he comido en la otra casa desde el martes.
-Ana es muy amable -contestó el marido- y me encantaría llevarte; pero me
parece un poco duro dejarla sola en casa haciendo de niñera de nuestro hijo enfermo.
Ana acudió a defender su propia causa y su sinceridad no tardó en ser
suficiente para convencer a Carlos, convicción que al fin y al cabo era muy
agradable, pues no tenía grandes escrúpulos en dejarla comer sola. No
obstante, todavía le dijo que fuese a pasar con ellos la tarde cuando ya no
hubiese que hacerle nada al chico hasta el día siguiente, y la animó
afectuosamente para que lo dejase ir a recogerla; pero no hubo manera de
persuadir a Ana, en vista de lo cual poco rato después tuvo el gusto de ver partir
a los dos contentos como unas pascuas. Iban a divertirse, pensaba Ana, por
muy extrañamente tramada que semejante diversión pudiese parecer. En cuanto
a ella, se quedó con una sensación de bienestar que tal vez nunca antes había
experimentado. Sabía que el niño la necesitaba; y ¿qué le importaba que
Federico Wentworth no estuviese más que a una milla de distancia enamorando a las demás?
Le habría gustado saber qué sentiría el capitán al encontrarse con ella. Puede
que lo dejase indiferente, si la indiferencia cabía en semejantes circunstancias.
Sentiría indiferencia o desdén. Si hubiese deseado volver a verla, no habría
esperado hasta entonces; habría hecho lo que Ana no podía menos que creer
que ella habría hecho en su lugar, desde mucho tiempo atrás, cuando los
acontecimientos le proporcionaron tan rápidamente aquella independencia, que
era lo único que anhelaba.
Su hermana y su cuñado volvieron contentísimos de su nuevo amigo y de la
reunión en general. Tocaron, cantaron, hablaron y rieron del modo más
agradable; el capitán Wentworth era encantador, no había en él ni timidez ni
reserva; fue como si se hubiesen conocido desde siempre, y a la mañana
siguiente iba a ir a cazar con Carlos. Iría a almorzar, pero no en la quinta, tal
como al principio se le propuso, porque se le rogó que fuese a hacerlo en la
Casa Grande, y él se mostró temeroso de molestar a la señora de Carlos Musgrove, a causa del niño.
Fuese como fuese y sin que supieran exactamente cómo había ido la cosa,
acabaron por resolver que Carlos almorzaría con el capitán en casa de su padre.
Ana lo comprendió. Federico quiso evitar verla. Supo que había preguntado
por ella al pasar, como si se hubiese tratado de cualquier vieja amistad sin
mayor importancia, sin parecer conocerla más de lo que ella le había conocido, y
procediendo, quizá, con la misma intención de rehuir la presentación cuando se encontrasen.
En la quinta siempre se levantaban más tarde que en la otra casa; pero al día
siguiente, la diferencia fue tan grande que Ana y María empezaban sólo a
desayunar cuando llegó Carlos a decirles que iban a salir en aquel momento y
que había ido a buscar a sus perros. Sus hermanas venían tras él con el capitán
Wentworth, pues las chicas querían ver a María y al niño, y el capitán deseaba
también saludarla si no había inconveniente. Carlos le había dicho que el estado
del chico no era de cuidado, pero el capitán Wentworth no se habría quedado
tranquilo si él no hubiese corrido a prevenirla.
María, halagadísima con esta atención, dijo que lo recibiría encantada.
Mientras tanto, mil encontrados sentimientos agitaban a Ana; el más consolador
de todos era que el trance pronto habría pasado. Y pronto pasó, en efecto. Dos
minutos después de la preparación de Carlos, aparecieron en el salón los
anunciados. Los ojos de Ana se encontraron a medias con los del capitán
Wentworth, y se hicieron una inclinación y un saludo. Ana oyó su voz: estaba
hablando con María y diciéndole las cosas de rigor; dijo algo a las señoritas
Musgrove, lo bastante para demostrar gran seguridad en sí mismo. La
habitación parecía llena, llena de personas y voces, pero a los pocos minutos
todo hubo terminado. Carlos se asomó a la ventana, todo estaba listo; los
visitantes saludaron y se fueron. Las señoritas Musgrove se fueron también,
repentinamente resueltas a llegarse hasta el final del pueblo con los cazadores.
La habitación quedó despejada y Ana logró terminar su desayuno como pudo.
“¡Ya pasó! ¡Ya pasó!” se repetía a sí misma una y otra vez, nerviosamente
aliviada. “¡Ya pasó lo peor!”
María le hablaba, pero Ana no la escuchaba. La había visto. Se habían
encontrado. ¡Habían estado una vez más bajo el mismo techo!
Sin embargo, no tardó en empezar a razonar consigo misma y en procurar
controlar sus sentimientos. Ocho años, casi ocho años habían transcurrido
desde su ruptura. ¡Era tan absurdo recaer en la agitación que aquel intervalo
había relegado a la distancia y al olvido! ¿Qué no podían hacer ocho años?
Sucesos de todas clases, cambios, desvíos, ausencias, todo; todo cabía en ocho
años. ¡Y cuán natural y cierto era que entretanto se olvidase el pasado! Aquel
período significaba casi una tercera parte de su propia vida.
Pero, ¡ay!, a pesar de todos sus argumentos, Ana se dio cuenta de que para
los sentimientos arraigados ocho años eran poco más que nada.
Y ahora, ¿cómo leer en el corazón de Federico? ¿Deseaba huir de ella? Y en
seguida se odió a sí misma por haberse hecho esa loca pregunta.
Pero todas sus dudas quedaron despejadas por otra cuestión en la que su
extrema perspicacia no había reparado. Las señoritas Musgrove volvieron a la
quinta para despedirse, y cuando se hubieron ido, María le proporcionó esta espontánea información:
-El capitán Wentworth no estuvo muy galante contigo, Ana, a pesar de lo
atento que estuvo conmigo. Cuando se marcharon, Enriqueta le preguntó qué le
parecías, y él le dijo que estás tan cambiada que no te habría reconocido.
Por lo general, María no acostumbraba respetar los sentimientos de su
hermana, pero no tenía la menor sospecha de la herida que le infligía.
“¡Tan cambiada que no me habría reconocido!” Ana se quedó sumida en una
silenciosa y profunda mortificación. Así era, sin duda; y no podía desquitarse,
porque él no había cambiado si no era para mejor. Lo notó al momento y no
podía rectificar su juicio, aunque él pensara de ella lo que quisiera. No; los años
que habían distraído su juventud y su lozanía no habían hecho más que darle a
él mayor esplendor, hombría, y desenvoltura, sin menoscabar para nada sus
dotes personales. Ana había visto al mismo Federico Wentworth.
“¡Tan cambiada que no la habría reconocido!” Estas palabras no podían menos
que obsesionarla. Poco después comenzó a regocijarse de haberlas oído. Eran
tranquilizadoras, apaciguadoras, reconfortaban y, por tanto, debían hacerla feliz.
Federico Wentworth había dicho estas palabras u otras parecidas sin pensar
que iban a llegar a oídos de ella. Había pensado en ella como espantosamente
cambiada, y en la primera emoción del momento dijo lo que sentía. No había
perdonado a Ana Elliot. Ella le había hecho mal; lo había abandonado y
desilusionado; más aún: al hacer eso lo había hecho por debilidad de carácter, y
un temperamento recto no puede soportar una cosa así. Lo había dejado para
dar gusto a otros. Todo fue efecto de repetidas persuasiones; fue debilidad y fue timidez.
El estuvo fuertemente ligado a ella, y jamás encontró otra mujer que se le
pareciese, pero, aparte una sensación de natural curiosidad, no había deseado
reencontrarla. La atracción que ella ejerciera sobre él había desaparecido para siempre.
Pensaba él a la sazón en casarse; era rico y deseaba establecerse, y lo haría
en cuanto encontrase una ocasión digna. Deseaba enamorarse con toda la
rapidez que una mente clara y un certero gusto pueden permitirlo. Las señoritas
Musgrove hubieran podido atraerle, porque su corazón se conmovía ante ellas.
En una palabra, sus sentimientos se abrían para cualquier mujer joven que
cruzase su camino, con excepción de Ana Elliot. Guardaba este secreto,
mientras respondía a las suposiciones de su hermana diciendo:
-Sí, Sonia, estoy pronto a contraer cualquier matrimonio tonto. Cualquier mujer
entre los quince y los treinta puede contar con mi posible declaración. Un poco
de belleza, unas cuantas sonrisas, unos elogios a la marina, y soy hombre
perdido. ¿No es acaso bastante para conquistar a un marino rudo?
Su hermana comprendía que decía esto esperando ser contradicho. SU
orgulloso mirar decía a las claras que se sabía agradable. Y Ana Elliot no estaba
fuera de sus pensamientos cuando más en serio describía a la mujer con quien
le agradaría encontrarse.
-Una mentalidad fuerte y dulzura en los modales. -Eran el principio y el fin de su descripción.
-Esa es la mujer que quiero -decía-. Transigiría con algo un poco inferior,
siempre que no lo fuera mucho. Si hago el tonto lo haré de verdad, porque he
pensado en este asunto más que cuanto lo piensan muchos hombres.