Readme

Capítulo 8

Persuasión – Jane Austen

Por ese tiempo, el capitán Wentworth y Ana Elliot frecuentaban un mismo
círculo. Pronto se encontraron comiendo en casa de los señores Musgrove,
porque el estado del pequeño no permitía a su tía una excusa para ausentarse.
Esto fue el comienzo de otras comidas y nuevos encuentros.
Si los sentimientos antiguos se habían de renovar, el pasado debía volver a la
memoria de ambos: estaban forzados a regresar a él.
El año de su compromiso no podía menos que ser aludido por él en las
pequeñas narraciones y descripciones propias de la conversación. Su profesión
lo predisponía a ello; su estado de ánimo lo hacía locuaz:
“Eso fue en el año seis”, “Esto fue después que me hice a la mar en el año
seis” -fueron frases dichas en el transcurso de la primera tarde que pasaron
juntos. Y a pesar de que su voz- no se alteró, y a pesar de que ella no tenía
razón para suponer que sus ojos la buscaban al hablar, Ana sintió la completa
imposibilidad, dado su carácter, de que existiera otra mujer para él. Debía haber
la misma inmediata asociación de pensamiento, pero no supuso que pudiera haber el mismo dolor.
Sus conversaciones, sus expresiones, eran las que exige la más elemental
cortesía mundana. ¡Tanto como habían sido una vez el uno para el otro! Y ahora
nada. En cierta época de su vida les hubiese sido difícil pasar un momento sin
dirigirse la palabra, aun en medio de la más concurrida reunión del salón de Uppercross.
Con excepción quizá del almirante y de Mrs. Croft, que parecían muy unidos y
felices (Ana no conocía otro caso, ni siquiera entre los matrimonios), no había
habido dos corazones tan abiertos, dos gustos tan similares, más comunidad de
sentimientos, ni figuras más recíprocamente amadas. Ahora eran dos extraños.
No; peor que extraños, porque jamás podrían llegar a conocerse. Era un exilio perpetuo.
Cuando él hablaba, era la misma voz la que ella escuchaba, y adivinaba los
mismos pensamientos. Había gran ignorancia de asuntos navales entre los
asistentes a la reunión. Lo interrogaban mucho, especialmente las señoritas
Musgrove -que no parecían tener ojos más que para él-, acerca de la vida a
bordo, las órdenes diarias, la comida, los horarios, etcétera, y la sorpresa ante
sus relatos, al escuchar el nivel de comodidades que podía obtenerse, daban a
la voz de él cierto lejano y agradable tono burlón, que recordaba a Ana los
lejanos días cuando ella también era ignorante y suponía que los marineros
vivían a bordo sin nada que comer, sin cocina para abastecerse, criados que
aguardasen órdenes ni cubiertos que usar.
Mientras pensaba y escuchaba esto, se oyó un murmullo de Mrs. Musgrove,
quien, sobresaltada por un profundo arrepentimiento, no pudo menos que decir:
-¡Ah, señorita Ana, si el cielo hubiera permitido vivir a mi pobre hijo, sería igual
a nuestro amigo en la actualidad!
Ana reprimió una sonrisa y escuchó bondadosamente, mientras Mrs. Musgrove
aliviaba su corazón un poco más, y, por unos momentos, le fue imposible seguir
la conversación de los demás.
Cuando pudo permitir a su atención seguir sus naturales deseos, encontró a
las señoritas Musgrove revisando una lista naval (propiedad de ellas, y la única
que jamás había sido vista en Uppercross) y sentándose juntas para examinarla,
con el propósito de encontrar los barcos que el capitán Wentworth había comandado.
-El primero fue el Asp, bien lo recuerdo; busquemos el Asp.
-No lo encontrarán ustedes ahí: estaba viejo y desvencijado. Fui el último en
comandarlo. Apenas servía ya entonces. Por un año o dos fue considerado
bueno para servicios locales y, con este propósito, fue enviado a las Indias Occidentales.
Las muchachas miraron sorprendidas.
-El Almirantazgo -prosiguió él- se entretiene en enviar de vez en cuando
algunos centenares de hombres al mar en barcos que ya no sirven. Pero ellos
tienen que cuidar muchísimas cosas, y entre los miles que de todos modos se
irán al fondo, les es difícil distinguir cuál es el grupo que sería más de lamentar.
-¡Bah, bah! -exclamó el viejo almirante-. ¡Qué charlas sin sentido tienen estos
jóvenes! Jamás hubo mejor goleta que el Asp en su tiempo. Entre las goletas de
construcción antigua jamás encontrarán ustedes rival. ¡Dichoso quien la tuvo! El
sabe que debe haber habido veinte hombres solicitándola por aquel entonces.
¡Dichoso quien obtuvo tan pronto algo semejante, no teniendo más interés que el suyo propio!
-Le aseguro, almirante, que comprendo mi suerte -respondió muy serio el
capitán Wentworth-. Estaba tan contento con mi destino como usted habría
podido estarlo. Era algo grande para mí, en aquella época, estar en el mar, algo
muy grande. Deseaba hacer algo.
-Y por cierto lo hizo. ¿Para qué habría de permanecer en tierra seis meses un
hombre joven como usted? Si un hombre no tiene esposa, pronto desea volver a bordo.
-Pero, capitán Wentworth -exclamó Luisa-. ¡Cuán humillado debe haberse
sentido usted cuando, llegando a bordo del Asp, vio el viejo barco que se le destinaba!
-Ya conocía el barco de antes -respondió él sonriendo-. No tenía más
descubrimientos que hacer en él que los que tendría usted en una vieja pelliza,
prestada entre casi todas sus amistades, y que un buen día se la prestaran a
usted también. ¡Ah! ¡Era muy querido el viejo Asp para mí! Hacía cuanto yo
deseaba. Tuve siempre esa seguridad. Sabía que habíamos de irnos al fondo
juntos o salir de él siendo algo; nunca tuve un día de mal tiempo mientras lo
comandé; después de haber tomado suficientes corsarios como para pasarlo
bien, tuve la buena suerte, a mi regreso el otoño siguiente, de toparme con la
fragata francesa que deseaba. La traje a Plymouth, y esto también fue obra de la
buena fortuna. Estuvimos sondeando seis horas cuando súbitamente se levantó
un vendaval que duró cuatro días y que hubiera terminado con el viejo Asp en
menos de lo que tardo en decirlo.
“Nuestro encuentro con la Gran Nación no hubiera mejorado la situación.
Veinticuatro horas más y yo hubiera sido un valiente marino, el capitán
Wentworth, en un pequeño párrafo de una columna de los periódicos. Y,
habiendo perdido la vida en el primer viaje, nadie me hubiera recordado.
Ana debía ocultar sus sentimientos, mientras las señoritas Musgrove podían
ser tan sinceras como lo deseaban en sus exclamaciones de compasión y horror.
-Y entonces -dijo Mrs. Musgrove quedamente, como pensando en voz alta- fue
cuando se dirigió al Laconia y se encontró con nuestro pobre muchacho. Carlos,
querido mío -haciendo señas para que le prestara atención-, pregunta al capitán
Wentworth cuándo se encontró con tu pobre hermano. Siempre lo olvido.
-Creo que fue en Gibraltar, madre. Dick fue dejado enfermo en Gibraltar con
una recomendación de su anterior capitán para el capitán Wentworth.
-¡Oh! Di al capitán Wentworth que no debe temer mencionar a Dick delante de
mí; por el contrario, para mí será un placer oír hablar de él a tan buen amigo.
Carlos, importándole más el asunto que a su madre, asintió con la cabeza y se fue.
Las muchachas se habían puesto a buscar al Laconia y el capitán Wentworth
no pudo evitar tomar el precioso volumen en sus manos para evitarles molestias,
y una vez más leyó en voz alta su nombre y los demás pormenores, comprobando
que también el Laconia había sido un buen amigo, uno de los mejores.
-¡Ah, eran días muy gratos aquellos en que comandaba el Laconia! ¡Cuán
rápidamente hice dinero en él! ¡Un amigo mío y yo tuvimos tan agradable
travesía desde las islas occidentales! ¡Pobre Harville! Ustedes saben cómo
necesitaba dinero, aun más que yo. Tenía mujer. Era un muchacho excelente.
Jamás olvidaré su felicidad. Sufría todo por amor a ella. Deseé encontrarlo
nuevamente en el verano siguiente, cuando yo tenía todavía la misma suerte en el Mediterráneo.
-Ciertamente, señor -dijo Mrs. Musgrove-, fue un día feliz para nosotros cuando
lo hicieron a usted capitán de aquel barco. Nunca olvidaremos lo que usted hizo.
Sus sentimientos la hacían hablar en voz alta, y el capitán Wentworth, oyendo
sólo parte de lo que decía, y no teniendo probablemente en su pensamiento a
Dick Musgrove, quedó en suspenso, como esperando algo.
-Habla de mi hermano -dijo una de las muchachas-. Mamá está pensando en el pobre Ricardo.
-Pobre chico -continuó Mrs. Musgrove-. Se había puesto tan serio; sus cartas
eran excelentes mientras estuvo bajo su mando. Hubiera sido dichoso si nunca
lo hubiese abandonado a usted. Puedo asegurarle, capitán Wentworth, que
hubiéramos sido muy felices todos nosotros si así hubiese sido.
Una momentánea expresión del capitán Wentworth, mientras hablaba, una
rápida mirada de sus brillantes ojos, un gesto de su hermosa boca, bastaron
para probar a Ana que en lugar de compartir los deseos de Mrs. Musgrove
respecto a su hijo, había tenido, a no dudarlo, mucho deseo de verse libre de él;
pero esto fue un movimiento tan rápido que ninguno que no lo conociera tanto
como ella pudo notarlo. Un instante después, dominándose, tomó aire serio y
reposado, y casi de inmediato, encaminándose al sofá, ocupado por Ana y Mrs.
Musgrove, se sentó al lado de ésta y empezó en voz baja una conversación con
ella, acerca de su hijo, haciéndolo con simpatía y gracia naturales, mostrando la
mayor consideración por todo lo que había de real y sincero en los sentimientos de los padres.
Ocupaban, pues, el mismo sofá, porque la señora Musgrove le hizo lugar en
seguida. Solamente la señora Musgrove se interponía entre ellos, y, en verdad,
no se trataba de un obstáculo menor. Mrs. Musgrove era bastante robusta,
mucho más hecha por la naturaleza para expresar la alegría y el buen humor
que la ternura y el- sentimiento. Y mientras las agitaciones del esbelto cuerpo de
Ana y las contracciones de su pensativo rostro delataban sus sentimientos, el
capitán Wentworth conservó toda su presencia de ánimo, informando a una
obesa madre sobre el destino de un hijo del cual nadie se ocupó mientras estuvo vivo.
Las proporciones corporales y el pesar no deben guardar necesariamente
relación. El cuerpo macizo tiene tanto derecho a estar profundamente afligido
como el más gracioso conjunto de miembros finos. Pero, justo o no, hay cosas
irreconciliables que la razón tratará de justificar en vano, porque el gusto no las
tolera y porque el ridículo las acoge.
El almirante, después de dar dos o tres vueltas alrededor del cuarto, con las
manos detrás, y habiendo sido llamado al orden por su esposa, se aproximó al
capitán Wentworth, y sin la menor idea de que podía interrumpir algo dio curso a
sus propios pensamientos diciendo:
-De haber estado usted en Lisboa, la primavera última, Federico, hubiera
tenido que dar usted pasaje a Lady Mary Grierson y a sus hijas.
-¿En serio? ¡Pues me alegro de haber entrado una semana después!
El almirante le echó en cara su falta de galantería. El capitán se defendió,
alegando, sin embargo, que de buena voluntad jamás consentiría mujeres a
bordo, excepto para un baile o una visita de algunas horas.
-Si usted conociera -dijo-, comprendería que no hago esto por falta de
galantería. Es por saber cuán imposible es, pese a todos los esfuerzos y
sacrificios que puedan hacerse, proporcionar a las mujeres todas las
comodidades que merecen. No es falta de galantería, almirante; es colocar muy
en alto las necesidades femeninas de comodidad personal, y esto es lo que yo
hago. Detesto oír hablar de mujeres a bordo, o verlas embarcadas, y ninguna
nave bajo mi comando aceptará señoras, mientras pueda evitarlo.
Esto llamó la atención de su hermana.
-¡Oh, Federico! No puedo comprender esto en ti; son refinamientos perezosos.
Las mujeres pueden estar tan confortables a bordo como en la mejor casa de
Inglaterra. Creo haber vivido a bordo más que muchas mujeres, y puedo
asegurar que no hay nada superior a las comodidades de que disfrutan los
hombres de guerra. Declaro que jamás ha habido galanterías especiales para
mí, ni siquiera en Kellynch Hall -dirigiéndose a Ana-, que pudieran compararse a
las de los barcos en los que he vivido. Y creo que éstos han sido unos cinco.
-Eso no significa nada -replicó su hermano-; tú eras la única mujer a bordo y viajabas con tu marido.
-Pero tú mismo has llevado a Mrs. Harville, su hermana, su prima y sus tres
niños desde Portmouth a Plymouth. ¿Dónde dejaste esa extraordinaria galantería tuya?
-Abusaron de mi amistad, Sofía. Ayudaré siempre a la esposa de cualquier
oficial compañero mientras pueda hacerlo, y hubiera llevado cualquier cosa de
Harville hasta el fin del mundo, si me la hubiesen pedido. Pero esto no quiere
decir que lo encuentre bien.
-Razón por la cual ellas estuvieron muy cómodas.
-Quizá sea por lo que no me gusta. ¡Las mujeres y los niños no tienen derecho a estar cómodos a bordo!
-Hablas tonterías, mi querido Federico. Di, ¿qué sería de nosotras, pobres
esposas de marinos, que a menudo debemos ir de un puerto a otro en busca de
nuestros maridos, si todos sintieran como tú?
-Mis sentimientos, tú lo sabes, no me impidieron llevar a Mrs. Harville y toda su familia a Plymouth.
-Pero detesto oírte hablar tan caballerosamente, y como si las mujeres fueran
todas damas refinadas, en lugar de seres normales. Ninguna de nosotras espera
siempre buen tiempo al viajar.
-Querida mía -explicó el almirante-, ya pensará de otro modo cuando tenga
esposa. Si está casado y si tenemos la suerte de estar vivos en la próxima
guerra, ya lo veremos hacer como tú, yo y muchos otros hemos hecho. Estará
muy agradecido de cualquiera que le lleve a su esposa.
-¡Ay, así es!
-Terminemos -exclamó el capitán Wentworth-. Cuando los casados empiezan a
atacarme diciendo: “Ya pensará usted de otro modo cuando se case”, lo único
que puedo contestar es: “No será así”; ellos responden entonces: “Sí, lo hará
usted”, y esto pone punto final al asunto.
Se levantó y se alejó.
-¡Qué gran viajera ha sido usted, señora! -dijo Mrs. Musgrove a Mrs. Croft.
-He viajado -bastante en mis quince años de matrimonio, aunque algunas
mujeres han viajado aún más. He cruzado el Atlántico cuatro veces, y he estado
en las Indias Orientales y he vuelto. Una vez estuve también en lugares
cercanos como Cork, Lisboa y Gibraltar. Pero nunca he pasado los estrechos o
llegado hasta las Indias Occidentales, Bermudas o las Bahamas; ¿saben
ustedes?, no son las Indias Occidentales, como se las suele llamar.
Mrs. Musgrove no pudo replicar nada. Por otra parte, jamás había oído mencionar aquellos lugares.
-Y puedo asegurarle, señora -continuó Mrs. Croft, que nada hay superior a las
comodidades que proporcionan los marinos. Hablo, por supuesto, de los navíos
de primera calidad. Cuando se viaja en una fragata, como es natural, una está
más confinada, pero cualquier mujer razonable puede ser perfectamente feliz en
esta clase de barcos. Yo puedo afirmar que los períodos más felices de mi vida
los he pasado a bordo.,Cuando estábamos juntos, ¿sabe usted?, no había nada
que temer. A Dios gracias he tenido siempre excelente salud y los cambios de
clima no me afectan en absoluto. Unas pocas molestias las primeras veinticuatro
horas de hacerse a la mar es todo lo que he sentido, pero jamás he estado
mareada después. La única vez que en verdad sufrí, en cuerpo y alma; la única
vez que no me encontré del todo bien, o que temí al peligro, fue el invierno que
pasé sola en Deal cuando el almirante (capitán Croft, por aquel entonces) estaba
en los mares del norte. Vivía en constante zozobra, llena de temores
imaginarios, sin saber qué hacer con mis horas, o cuándo tendría noticias de él.
Pero en cuanto estamos juntos, nada me asusta, y jamás he encontrado el menor inconveniente.
-¡Ah, por supuesto! Estoy de acuerdo con usted, Mrs. Croft -fue la cálida
respuesta de Mrs. Musgrove-. Nada hay tan malo como la separación. Mister
Musgrove asiste siempre a las sesiones, y puedo asegurarle que soy muy feliz
cuando éstas terminan y él regresa a mi lado.
La tarde terminó con un baile. Al pedirse música, Ana ofreció sus servicios
como de costumbre, y a pesar de que sus ojos estaban en algunos momentos
llenos de lágrimas mientras tocaba el instrumento, se alegraba mucho de tener
algo que hacer, pidiendo como sola recompensa no ser observada.
Era una reunión alegre, agradable, y ninguno parecía de mejor ánimo que el
capitán Wentworth. Ana sentía que tenía condiciones que lo elevaban sobre el
resto, y que atraían consideración y atención; especialmente la atención de las
jóvenes. Las señoritas Hayter, de la familia de primos ya mencionada, al parecer
aceptaban como un honor el aparecer enamoradas de él; en cuanto a Enriqueta
y Luisa, parecían no tener ojos más que para él, y sólo la continua fluencia de
atenciones entre ambas permitía creer que no se consideraban rivales. ¿Se
ufanaba él de la admiración general que despertaba? ¿Quién podría decirlo?
Estos pensamientos llenaban la mente de Ana mientras sus dedos trabajaban
mecánicamente. Y así continuó por media hora, sin errores, pero sin conciencia
de lo que hacía. En un momento sintió que la miraba, que observaba sus
facciones alteradas, buscando quizás en ellas los restos de la belleza que una
vez- lo había encantado; en un momento supo que debía estar hablando de ella,
pero apenas lo comprendió hasta oír la respuesta. En un momento estuvo cierta
de haberle oído preguntar a su compañera si miss Elliot no bailaba nunca. La
respuesta fue: “Nunca. Ha abandonado por completo el baile. Prefiere tocar el
piano”. En un momento, también debió hablarle. Ella había abandonado el
instrumento al terminar el baile, y él lo ocupó, tratando de encontrar una melodía
que quería hacer escuchar a una de las señoritas Musgrove. Sin ninguna
intención, ella volvió a un ángulo de la habitación. El se levantó del taburete y,
dijo con estudiada cortesía:
-Perdón, señorita, éste es su asiento -y a pesar de que ella rehusó ocuparlo
otra vez, él no se volvió a sentar.
Ana no deseaba más aquellos discursos y aquellas miradas. Su fría cortesía,
su ceremoniosa gracia, eran peores que cualquier otra cosa.

Scroll al inicio